Sombras del Museo del Prado
La ampliación de la principal pinacoteca española ha propiciado una desigual ordenación de la colección
La ampliación del Museo del Prado sigue deparando sorpresas poco agradables. No se olvida aún la desfavorable impresión que produjeron las nuevas salas. Aunque este año se han redimido con la exposición de Chardin (el formato pequeño de los cuadros conjugaba bien con las dimensiones de las salas), permanece todavía el recuerdo de la muestra de Francis Bacon en la que los cuadros parecían, más que estorbarse, excluirse.
La ampliación del museo no se limita a las nuevas salas y al Claustro de los Jerónimos, sino que ha propiciado una reordenación de la colección cuya conclusión está prevista para el año próximo. Una parte de esa reordenación resulta cuando menos intrigante. Me refiero a las obras alojadas en la planta baja.
Entrando en esa planta desde el extenso hall de la ampliación, el visitante encuentra la pintura española de los siglos XII al XVI y pasa de inmediato a obras italianas de los siglos XV y XVI, expuestas en las salas más cercanas a la fachada del museo, mientras que las interiores alojan pintura flamenca y alemana de la misma época. De las salas dedicadas a autores italianos, faltan los venecianos, que se han reunido todos en la planta superior, quizá para mostrarlos en torno a Tiziano, cuya relación con Velázquez tiene evidente sentido. Hasta ahí todo va bien, pero a partir de la Sala de las Musas comienzan los problemas. Esta segunda mitad de la planta baja la ocupa la pintura española del XIX. Sin duda hay obras excelentes, como las de Fortuny, por ejemplo, pero en general el contraste es casi hiriente. Las fantasías del Bosco, los límpidos paisajes de Patinir, la justeza de Fra Angelico o la sencilla fortaleza de Mantegna forman un mundo que de pronto se derrumba ante la poca frescura de algunas obras académicas o la sensualidad rebuscada de otras. Colocadas en un espacio independiente y destacando los cuadros de mayor interés (ahora desdibujados entre los demás), la colección del siglo XIX español adquiriría valor propio. Ahora, en la vecindad de italianos y flamencos posee un aura de correcta decadencia que en nada la favorece.
Hay algo más. Entre las obras del siglo XIX están los cuadros de historia, como La rendición de Bailén (Casado del Alisal), El testamento de Isabel la Católica (Rosales) o Los fusilamientos de Torrijos (Gisbert). Con cuadros como ésos se inauguraron las nuevas salas de la ampliación del museo y fueron al parecer un potente atractivo para el público que visitó aquella muestra. Tal vez por eso se han incluido ahora entre los cuadros expuestos. Sea o no por esa razón, lo cierto es que están ahí y que en una sala contigua se han colocado Los fusilamientos del tres de mayo y La carga de los mamelucos de Goya así como sus pinturas negras, separándolas del resto de su obra alojada en la planta primera.
Si la ubicación de la pintura del XIX resulta, digamos, incómoda, la asociación entre las obras de Goya y los cuadros de historia es del todo inadecuada. La visión de Goya de los sucesos de mayo de 1808 significó una quiebra en la tradición de la pintura histórica: en sus cuadros no hay héroes sino víctimas, y a la figura del rey o el militar victoriosos opone la rebeldía de los sin nombre. Poco tiene que ver esta percepción de la historia, anticipo de la modernidad, con las concepciones académicas que subyacen a los cuadros de historia citados. Menos que ver tienen aún estos temas convencionales de la historia de España con las pinturas negras y su aguda visión de las tensiones del Trienio Liberal que habrían de persistir a lo largo de buena parte de nuestra historia. Tampoco hay razón alguna para separar estas obras de las demás de Goya que en buena medida las anticipan y explican.
Sólo parece haber dos razones para esta peculiar ordenación. Una podría ser el numeroso público que visitó la muestra inaugural de la ampliación del Prado donde se colgaron estos y otros cuadros de historia. La otra, un cierto afán de revivir glorias patrias. Si son ésas las razones, poca consistencia tienen. La primera no se sostiene porque el número de visitas no debe ser criterio de selección de obras de un museo. Carece de sentido que a un centro de estudios se le exija calidad y al museo cantidad, como si de un superventas se tratara. La segunda razón es aún más discutible, porque desprende cierto aroma nacionalista. Las obras de Goya sobre los sucesos del 2 y el 3 de mayo desbordan las fronteras de este país: señalan un umbral de las tensiones europeas del siglo XIX y parte del XX. Integrarlos con los cuadros de historia ya referidos es reducirlas a anécdotas en lo histórico y lo artístico. Esperemos que la sensibilidad del espectador separe lo que esta ordenación ha unido con tan poca fortuna.
La ampliación del museo no se limita a las nuevas salas y al Claustro de los Jerónimos, sino que ha propiciado una reordenación de la colección cuya conclusión está prevista para el año próximo. Una parte de esa reordenación resulta cuando menos intrigante. Me refiero a las obras alojadas en la planta baja.
Entrando en esa planta desde el extenso hall de la ampliación, el visitante encuentra la pintura española de los siglos XII al XVI y pasa de inmediato a obras italianas de los siglos XV y XVI, expuestas en las salas más cercanas a la fachada del museo, mientras que las interiores alojan pintura flamenca y alemana de la misma época. De las salas dedicadas a autores italianos, faltan los venecianos, que se han reunido todos en la planta superior, quizá para mostrarlos en torno a Tiziano, cuya relación con Velázquez tiene evidente sentido. Hasta ahí todo va bien, pero a partir de la Sala de las Musas comienzan los problemas. Esta segunda mitad de la planta baja la ocupa la pintura española del XIX. Sin duda hay obras excelentes, como las de Fortuny, por ejemplo, pero en general el contraste es casi hiriente. Las fantasías del Bosco, los límpidos paisajes de Patinir, la justeza de Fra Angelico o la sencilla fortaleza de Mantegna forman un mundo que de pronto se derrumba ante la poca frescura de algunas obras académicas o la sensualidad rebuscada de otras. Colocadas en un espacio independiente y destacando los cuadros de mayor interés (ahora desdibujados entre los demás), la colección del siglo XIX español adquiriría valor propio. Ahora, en la vecindad de italianos y flamencos posee un aura de correcta decadencia que en nada la favorece.
Hay algo más. Entre las obras del siglo XIX están los cuadros de historia, como La rendición de Bailén (Casado del Alisal), El testamento de Isabel la Católica (Rosales) o Los fusilamientos de Torrijos (Gisbert). Con cuadros como ésos se inauguraron las nuevas salas de la ampliación del museo y fueron al parecer un potente atractivo para el público que visitó aquella muestra. Tal vez por eso se han incluido ahora entre los cuadros expuestos. Sea o no por esa razón, lo cierto es que están ahí y que en una sala contigua se han colocado Los fusilamientos del tres de mayo y La carga de los mamelucos de Goya así como sus pinturas negras, separándolas del resto de su obra alojada en la planta primera.
Si la ubicación de la pintura del XIX resulta, digamos, incómoda, la asociación entre las obras de Goya y los cuadros de historia es del todo inadecuada. La visión de Goya de los sucesos de mayo de 1808 significó una quiebra en la tradición de la pintura histórica: en sus cuadros no hay héroes sino víctimas, y a la figura del rey o el militar victoriosos opone la rebeldía de los sin nombre. Poco tiene que ver esta percepción de la historia, anticipo de la modernidad, con las concepciones académicas que subyacen a los cuadros de historia citados. Menos que ver tienen aún estos temas convencionales de la historia de España con las pinturas negras y su aguda visión de las tensiones del Trienio Liberal que habrían de persistir a lo largo de buena parte de nuestra historia. Tampoco hay razón alguna para separar estas obras de las demás de Goya que en buena medida las anticipan y explican.
Sólo parece haber dos razones para esta peculiar ordenación. Una podría ser el numeroso público que visitó la muestra inaugural de la ampliación del Prado donde se colgaron estos y otros cuadros de historia. La otra, un cierto afán de revivir glorias patrias. Si son ésas las razones, poca consistencia tienen. La primera no se sostiene porque el número de visitas no debe ser criterio de selección de obras de un museo. Carece de sentido que a un centro de estudios se le exija calidad y al museo cantidad, como si de un superventas se tratara. La segunda razón es aún más discutible, porque desprende cierto aroma nacionalista. Las obras de Goya sobre los sucesos del 2 y el 3 de mayo desbordan las fronteras de este país: señalan un umbral de las tensiones europeas del siglo XIX y parte del XX. Integrarlos con los cuadros de historia ya referidos es reducirlas a anécdotas en lo histórico y lo artístico. Esperemos que la sensibilidad del espectador separe lo que esta ordenación ha unido con tan poca fortuna.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta: Sombras del Museo del Prado, El Día de Córdoba, 29 de agosto de 2011