Pintura y celuloide, codo con codo
Se ha afirmado que los hermanos Lumière culminaron el proyecto de la
pintura impresionista, aunque en blanco y negro, con las luces fugaces
de sus paisajes en movimiento. Jean Renoir, hijo del pintor, no tardó
en citar literalmente a su padre y a Édouard Manet en el retablo social
de su Nana (1926). Y reincidiría al final de su carrera con su Almuerzo
campestre (1959), ya en color.
Para entonces, Eisenstein había evocado el preciosismo de la pintura
bizantina en una de sus obras maestras, la película Iván el Terrible
(1943-1946), y Alexander Korda había copiado el retrato famoso de
uno de los grandes genios de la pintura europea, Hans Holbein, en su
obra La vida privada de Enrique VIII (1933), y había
reconstruido en la pantalla la atmósfera plástica del protagonista de
Rembrandt (1936).
Lo hicieron forzando la estética del blanco y negro, pero cuando
llegó el cine en color las biografías de pintores sirvieron su arte en
bandeja a los realizadores. Lo hizo, por ejemplo, John Huston al
presentar a Henri de Toulouse-Lautrec en la película Moulin Rouge
(1952), y lo hizo también Vincente Minnelli con Van Gogh en El loco
del pelo rojo (1956), ambos forzando la matriz del Technicolor, y
más recientemente con Francis Bacon en El amor es el demonio (1999),
de John Maybury, o con el genial aragonés en Goya en Burdeos
(1999) de Carlos Saura.
Pero no se limitó la cita estética a las biografías de pintores
-como al Vermeer de La joven de la perla (2003) de Peter
Webber-, sino que la inspiración de los maestros se expandió más allá
de los géneros. Bernardo Bertolucci citó el cuadro Il quarto stato
(1901), de Giuseppe Pellizza, en su película Novecento (1976),
en sus fotogramas y en su publicidad comercial, mientras que Eric
Rohmer se inspiró en David para La marquesa de O (1975), al
tiempo que Akira Kurosawa lo hacía en Van Gogh para un episodio de sus Sueños
(1990).
Existieron también las citas irreverentes -como La Santa Cena
compuesta por Buñuel en Viridiana (1961)- y Mel Gibson trató de
dignificar su innoble La pasión de Cristo (2004) citando a
artistas como Grünewald y Caravaggio. Y citas más sutiles o indirectas,
como el cromatismo abstracto de El desierto rojo de Antonioni,
la referencia a Edward Hopper en Mulholland Drive (2001) de
David Lynch o el fauvismo de Pierrot le fou (1965) de Godard
demostraron la inevitable intertextualidad entre pintura y cine, que
existe más allá de la voluntad consciente de los cineastas. Aunque en
los últimos años la plástica estridente de los cómics ha comido terreno
a la pintura.
No quedaría completo este breve recorrido por las inspiraciones
artísticas de los cineastas -o viceversa- sin mencionar la obra de
Luchino Visconti, pues películas como Muerte en Venecia, La
caída de los dioses o El gatopardo resultan inexplicables
sin acudir a su dimensión plástica. Y lo mismo puede decirse del cine
expresionista alemán de los años veinte (Metrópolis, Fausto, El
doctor Mabuse, El gabinete del doctor Caligari)... verdaderos hijos
de la pintura de su tiempo.
Román Gubern: Pintura y celuloide, codo con codo, EL PAÍS, 9 de
septiembre de 2011