La fuerza de una canción
Cinco exposiciones, tan densas como atractivas, muestran el
malestar que la música tradicional y el rock han hecho emerger en las
sociedades contemporáneas hace medio siglo
En la antigua iglesia sólo hay una columna de sonido. Sujeta a un panel blanco, tiene algo de escultura minimal. Pero, si en ese espacio hay alguna escultura, es como la que soñara Duchamp, sonora: la voz de Susan Philipsz, cantando Stay with me,
de Joe Wise. La canta sin acompañamiento y la sobria melodía, casi un
recitativo, reescribe la memoria del recinto. Las cinco muestras de La canción como fuerza social transformadora
logran unificar el viejo monasterio. La Cartuja suena. Desde la capilla
de la Magdalena -entre coloquial e irónico, Baldessari canta aforismos
de Sol LeWitt sobre arte conceptual- hasta los claustrones, donde el
vibrante grindcore de Cantata profana de Matt Stokes da
nuevo realce a los árboles de los antiguos huertos de cada fraile. El
silencio cartujo se desplaza paradójicamente a la zona industrial, a los
hornos cónicos de la fábrica Pickman.
Pero el alcance de la exposición, más allá de la unidad que confiere
al recinto, radica en mostrar aspectos del malestar en la cultura que la
música -tradicional, rock, pop- ha hecho emerger en las sociedades
contemporáneas desde hace medio siglo. La lectura, reducida a tópicos y
recetas, de La industria cultural de Horkheimer y Adorno
ha impedido ver muchas cosas. Por ejemplo, que la recuperación del
flamenco se relaciona con ediciones discográficas coétaneas de las que
impulsaron el rock y la música pop, y sobre todo, que el empuje de esas
músicas, tan distintas entre sí, se da junto a carencias sociales y
políticas que pesan sobre la vida individual. La rebeldía de 1968
-ignorada por la lógica de la mercancía y reconocida sólo a
regañadientes por Estado- apuntaba justamente a un ámbito en el que los
individuos piden otra visibilidad. Ahí surgen nuevas demandas de la
fantasía y el deseo, y desde ahí reclaman reconocimiento nuevos sujetos
políticos, como ahora vuelve a ocurrir.
En esa dirección trabajan estas muestras. Ruth Ewan es una luchadora contra el olvido. Su Juke Box
reúne cientos de canciones que hablaron de feminismo, sexualidad o de
la Guerra Civil española. Seis frases de estas últimas canciones,
escritas en todas las lenguas de brigadistas y milicianos, forman un
mosaico rojo, amarillo y violeta. A ello se une la evocación del músico
folk Ewan MacColl: su vida, la vindicación de su obra por músicos
cantando en la calle o el absurdo recelo que despertó en los servicios
secretos británicos, cuyos informes se exponen en la muestra.
También
Alonso Gil reivindica la memoria. Abre su muestra un grafiti de Camarón
y la cierra Kurt Cobain, pintado al óleo dentro de una chaqueta
vaquera. Pero hay más olvidados: en el Sáhara, en Guantánamo -Gil los
rememora con una sala-recinto-de-interrogatorio donde se suceden
versiones de Guantanamera- o en Sevilla que, presa del turismo,
ignora a inmigrantes y a sus propios barrios, olvidando así su identidad
misma de ciudad. Quizá sirva de antídoto el flamenco: Gil filma a
quienes cantan al trabajar, como el frutero que entre cliente y cliente
dice un fandango del Gloria o una soleá de Triana.
El trabajo de
Annika Ström es a la vez sencillo y conceptual. Sus canciones -que lleva
a breves conciertos, vídeos o sencillos grafitis- las forman palabras
que cabría llamar huérfanas: separadas de las cosas, adquieren vigencia
al reiterarlas la canción pop. A esos términos gastados Ström da un tono
a la vez cálido e impersonal, que inquieta y da que pensar. No se
considera cantante, se declara más amateur que artista y une
humor y ternura en vídeos como el de esos amigos que explican por qué se
perdieron uno de sus conciertos: encontraron a un viejo amigo o su hija
pequeña empezó a llorar, y el tiempo se les echó encima.
La chanson,
un título que evoca el París de los cincuenta, es la muestra central
con obras de diversos autores. Más que trama integradora de las demás
exposiciones es su catalizador. Señala el valor performativo de la música (así Philipsz, citada al principio) o subraya elementos conceptuales: a Baldessari se une Pérez Agirregoikoa y su ochete vasco que, con cuidada polifonía, canta textos de filósofos franceses. Canción de amor
explica cómo el capitalismo emplea en su beneficio nuestra energía
libidinal. Destacan otras dos obras: Douglas Gordon construye un espacio
azul en penumbra donde suenan canciones que debió oír de modo muy
especial pues estuvieron en boga durante su propio embarazo. Phil
Collins enfatiza el carácter global de la música: filma un karaoke en el
que jóvenes de Estambul, Bogotá y Yakarta cantan con singular pasión
cortes de The world won't listen, el disco de The Smiths.
Este impacto social de la música centra la reflexión de Matt Stokes. En Real Arcadia, banderolas, carteles, dibujos y casetes evocan los rave,
las fiestas y bailes ilegales que, ante las restricciones del gabinete
Thatcher, proliferaron en Reino Unido hace veinticinco años, ocupando
naves industriales, hangares abandonados e incluso cuevas. Un vídeo
recoge la alarma de los noticiarios y los sobresaltos de una policía,
incapaz de controlar la marejada de jóvenes cada fin de semana. Stokes
reflexiona además sobre la balada en un cadencioso vídeo cuya
corrección, no exenta de sorna, valora la índole tradicional de esa
música. Finalmente, en Cantata profana, seis solistas de bandas grindcore muestran el vigor de su música en una suerte de antihimno que no pierde de vista la tradición del coro polifónico.
La
exposición, tan densa como atractiva, mantiene la estructura de
muestras anteriores en la trayectoria reciente del CAAC: a la muestra
centrada en mujeres artistas siguieron las dedicadas al público y a la
relación entre arte y política. Todas ocuparon casi por completo el
recinto de la Cartuja y en conjunto han dado a conocer autores numerosos
y muy distintos entre sí. Hay una consecuencia obvia: ante la calidad y
eficacia de estas exposiciones, una bienal se hace innecesaria y sus
costes parecen un derroche. Las administraciones deben tenerlo en
cuenta.
La canción como fuerza social renovadora: Songs, de Annika Ström (hasta el 11 de septiembre). Del pasado efímero, de Ruth Ewan (hasta el 16 de octubre). Cantando mi mal espanto, de Alonso Gil (hasta el 6 de noviembre). Nuestro tiempo, de Matt Stokes (hasta el 6 de noviembre). La chanson (Hasta el 13 de noviembre). Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Avenida de Américo Vespuccio, 2, Isla de la Cartuja, Sevilla.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta: La fuerza de una canción, EL PAÍS / Babelia, 27 de agosto de 2011