El tormento y éxtasis de Frida Kahlo
El vuelo crudo, atemporal, de Frida Kahlo, conquista Estados Unidos. En la primera gran retrospectiva dedicada a la pintora mexicana en 20 años, el público acude con recogimiento, dispuesto a comulgar con una obra tan alejada de la sensibilidad anglosajona como, por eso mismo, hipnótica. En Filadelfia, a donde llegaron los cuadros, las colas apabullan. Todos quieren saludar a la musa vestida de Tehuana.
'La columna rota', obra pintada en 1944.
Como en el caso de los maestros del renacimiento (Leonardo, Miguel Ángel, Rafael), nos referimos a Frida usando sólo el nombre" (Víctor Zamudio-Taylor). El detalle revela su triunfo, más todavía para quien fuera "artista de artistas durante su vida", complicada, exquisita, tal vez menor, y destinada a complacer a la tribu pictórica. Sólo poco antes de morir, trasladada en ambulancia, contempló su primera retrospectiva.
Cien años después de su nacimiento, en 1907 (ella hablaba de 1910, por coincidir con la revolución mexicana y atribuirse cualidades míticas) el culto a Frida Kahlo florece exponencialmente. Arrancó, como recuerda Taylor, a principios de los 70, de la mano de un grupo de artistas mexicanas, encabezadas por Amalia-Mesa Bains; pronto hechizó a las feministas de EEUU, que la eligieron musa 'underground'. Hoy, Frida brilla más y más fuerte que ningún otro artista hispanoamericano, y sus cuadros baten récords de cotización. Ah, ironías: junto al ropero del museo, en Filadelfia, dos espléndidos murales de Diego Rivera, marido de Frida, saludan al visitante. Nadie repara en ellos. Y eso que en vida Diego monopolizó la pintura hispana, rivalizando en popularidad, a nivel mundial, con Picasso.
A Frida la polio le dejó una pierna hueca y un accidente de tráfico la condenó al arte y la morfina. Como solicitaba César González Ruano, pintó siempre el mismo cuadro, monotemático, obsesivo. Fue la protagonista de sus lienzos, donde indagaba en los subterráneos del dolor. Fascina porque, en igual medida, vivió un amor terrible con Diego y folló con quién quiso, atrapada por el machismo, ambiental y propio, y una personalidad mercurial.
Fue esposa cornuda y Juanita Calamidad. Para medicarse, aparte las drogas, alumbraba cuadros gélidos, hermosos como quemaduras, en los que una y otra vez esbozaba su alma. En la exposición de Filadelfia están casi todos, de los autorretratos a Henry Ford Hospital, pasando por 'Mi nacimiento', 'Frida y Diego Rivera', 'Mi vestido cuelga ahí', 'Unos cuantos piquetitos', 'Mis abuelos, mis padres y yo (árbol genealógico)', 'El difuntito Dimas Rosas', 'Mi nana y yo', 'Niña con máscara de calavera' o, por supuesto, 'Las dos Fridas', en palabras de Hayden Herrera, comisaria de la muestra y autora de la biografía canónica de Frida, uno de los cuadros más tristes de la historia, con Kahlo consolándose a sí misma, duplicada en la desolación, lacinada en mitad de un paisaje volcánico mientras la sangre fluye por la arteria cercenada y ella trata, en vano, de cortar la hemorragia.
Aparte de los lienzos, la exposición presenta numerosas fotografías de la artista, muchas inéditas. Son recuerdos en sepia, durísimos, procaces, familiares, domésticos, en los que asoma la Frida menos pública. Hija de una raza de artistas que arranca con Baudelaire y da a Valle Inclán, Umbral, Cela, José Alfredo o Dalí, personaje y persona, máscara y víscera, caminan juntos.
Resulta imposible separarlos, discernir donde empieza la función y termina la niña pálida, morena, asustada y cubierta de oro que despertó sobre el asfalto cuando el tranvía reventó el autobús donde viajaba. Agarrada por la falda, enamorada de la risa, amante de Trotsky, 'clochard' y 'kamikaze', trenza con los dedos una pintura inolvidable, repleta de surrealismo previo al surrealismo, puro México. Habla al visitante con voz parvularia, antiquísima, emparentada con los dioses aztecas y el marxismo primitivo y agrario de Zapata, entre el orgasmo, la agonía y el éxtasis. Viva Frida.
'La columna rota', obra pintada en 1944.
Como en el caso de los maestros del renacimiento (Leonardo, Miguel Ángel, Rafael), nos referimos a Frida usando sólo el nombre" (Víctor Zamudio-Taylor). El detalle revela su triunfo, más todavía para quien fuera "artista de artistas durante su vida", complicada, exquisita, tal vez menor, y destinada a complacer a la tribu pictórica. Sólo poco antes de morir, trasladada en ambulancia, contempló su primera retrospectiva.
Cien años después de su nacimiento, en 1907 (ella hablaba de 1910, por coincidir con la revolución mexicana y atribuirse cualidades míticas) el culto a Frida Kahlo florece exponencialmente. Arrancó, como recuerda Taylor, a principios de los 70, de la mano de un grupo de artistas mexicanas, encabezadas por Amalia-Mesa Bains; pronto hechizó a las feministas de EEUU, que la eligieron musa 'underground'. Hoy, Frida brilla más y más fuerte que ningún otro artista hispanoamericano, y sus cuadros baten récords de cotización. Ah, ironías: junto al ropero del museo, en Filadelfia, dos espléndidos murales de Diego Rivera, marido de Frida, saludan al visitante. Nadie repara en ellos. Y eso que en vida Diego monopolizó la pintura hispana, rivalizando en popularidad, a nivel mundial, con Picasso.
A Frida la polio le dejó una pierna hueca y un accidente de tráfico la condenó al arte y la morfina. Como solicitaba César González Ruano, pintó siempre el mismo cuadro, monotemático, obsesivo. Fue la protagonista de sus lienzos, donde indagaba en los subterráneos del dolor. Fascina porque, en igual medida, vivió un amor terrible con Diego y folló con quién quiso, atrapada por el machismo, ambiental y propio, y una personalidad mercurial.
Fue esposa cornuda y Juanita Calamidad. Para medicarse, aparte las drogas, alumbraba cuadros gélidos, hermosos como quemaduras, en los que una y otra vez esbozaba su alma. En la exposición de Filadelfia están casi todos, de los autorretratos a Henry Ford Hospital, pasando por 'Mi nacimiento', 'Frida y Diego Rivera', 'Mi vestido cuelga ahí', 'Unos cuantos piquetitos', 'Mis abuelos, mis padres y yo (árbol genealógico)', 'El difuntito Dimas Rosas', 'Mi nana y yo', 'Niña con máscara de calavera' o, por supuesto, 'Las dos Fridas', en palabras de Hayden Herrera, comisaria de la muestra y autora de la biografía canónica de Frida, uno de los cuadros más tristes de la historia, con Kahlo consolándose a sí misma, duplicada en la desolación, lacinada en mitad de un paisaje volcánico mientras la sangre fluye por la arteria cercenada y ella trata, en vano, de cortar la hemorragia.
Aparte de los lienzos, la exposición presenta numerosas fotografías de la artista, muchas inéditas. Son recuerdos en sepia, durísimos, procaces, familiares, domésticos, en los que asoma la Frida menos pública. Hija de una raza de artistas que arranca con Baudelaire y da a Valle Inclán, Umbral, Cela, José Alfredo o Dalí, personaje y persona, máscara y víscera, caminan juntos.
Resulta imposible separarlos, discernir donde empieza la función y termina la niña pálida, morena, asustada y cubierta de oro que despertó sobre el asfalto cuando el tranvía reventó el autobús donde viajaba. Agarrada por la falda, enamorada de la risa, amante de Trotsky, 'clochard' y 'kamikaze', trenza con los dedos una pintura inolvidable, repleta de surrealismo previo al surrealismo, puro México. Habla al visitante con voz parvularia, antiquísima, emparentada con los dioses aztecas y el marxismo primitivo y agrario de Zapata, entre el orgasmo, la agonía y el éxtasis. Viva Frida.
Julio Valdeón Blanco, El tormento y éxtasis de Frida Kahlo, El Mundo, 24 de marzo de 2008