Nuevas identidades
Por algo la primera foto del excelente catálogo de estas Amazonas del arte nuevo reproduce el retrato que Chana Orloff esculpió para la mítica Natalie Barney en 1920. Barney escribió poesía y prosa, proclamó abiertamente su lesbianismo, tuvo amores tormentosos con la pomada intelectual y artística de la época y mantuvo uno de los salones literarios más codiciados de París durante casi sesenta años, donde Colette improvisaba pequeñas piezas y Mata Hari llegó a lucirse a caballo al estilo de Lady Godiva.
Precisamente a Barney la llamó todo el mundo La Amazona, y la exposición toma prestado su sobrenombre para hablar de una constelación de mujeres artistas que compartieron, cada una a su manera, ese espíritu anticonvencional. Una exposición que muestra el trabajo de mujeres, pero las convierte en abanderadas forzosas de cuestiones de género excluyentes o literales.
«¿Y si yo no fuera mujer?». El propio comisario recuerda la respuesta enviada por Dorothea Tanning en 1980 a la organizadora de la antológica L'altra metà dell'avanguardia, sobre las mujeres en las vanguardias históricas. Tanning no quiso estar (y su carta fue todo lo que se colgó de ella allí): «Por otra parte, ¿y si supusiéramos que yo no fuera realmente una mujer? Me parece que, para un proyecto como el suyo, sería obligatoria una revisión médica».
Los comisarios conocen tan bien como Tanning los riesgos de una postura «biológica» en estos terrenos resbalosos, y su exposición no es una «de tesis» que se proponga entrar a fondo en ese tipo de disquisiciones. A cambio reproducen en el catálogo el artículo famoso firmado por Linda Nochlin en 1971, «¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?». Animó a desmontar el tipo de mentalidad implícita en preguntas así y a enfocar este tipo de cuestiones desde un punto de vista menos genital que social, cultural e institucional: «¿Qué habría pasado si Picasso hubiera sido una niña? ¿Habría prestado el señor Ruiz tanta atención o habría estimulado la misma ambición por alcanzar el éxito en una pequeña Paulita?». En cuarenta años, la pregunta trapacera que criticaba Nochlin en su título ha sido mil veces desarticulada y respondida. Aquí se propone, más sencillamente, ofrecer otro modelo historiográfico posible y reflexionar sobre el proceso que en el siglo XX configura nuevas identidades femeninas dentro del sistema-arte.
Métodos posibles. Precisamente Estrella de Diego habla en el catálogo de la duda entre métodos posibles para estudiar el papel de las mujeres creadoras: ¿Hay que centrarse en un modelo que funde vida y obra (y condición femenina) o abstraerse en una canónica (y también insatisfactoria) «historia de los estilos» empeñada en integrarse en un supuesto canon?
Sea como sea, el visitante puede aprovechar ahora para salir de la nómina usual de mujeres-artistas (Kahlo, O'Keeffe, Lempicka) y conocer el trabajo de autoras menos famosas. Se encontrará con la obra de la inclasificable Romaine Brooks, por ejemplo (novia de Natalie Barney durante décadas), con su estupendo retrato de un D'Annunzio cerúleo y exiliado. O con la pintura de Mela Muter, que pasó temporadas en Cataluña y el norte de España e influyó en los artistas del Noucentisme. En representación del Futurismo está Valentine de Saint-Point, cuyo Manifiesto de la Lujuria, provocativamente antifeminista, hace pensar en una proto-Camille Paglia tanto o más políticamente incorrecta.
Los platos fuertes. El plato fuerte de la exposición son los diversos realismos europeos de entreguerras, muy en la línea de la Mapfre. De Tamara de Lempicka hay un retrato de la duquesa de La Salle (arrogantemente vestida de hombre y con una mano inequívocamente fálica en el bolsillo de su pantalón) enfrentada a una funámbula de Marie Laurencin rosa y femenina hasta el empalago. De Ángeles Santos, clásico en vida de la pintura española de vanguardia, se puede ver el misterioso Niña Durmiendo de 1929, junto a la interesantísima Charley Toorop y su inclasificable Autorretrato con tres niños.
Más adelante, Frida Kahlo y Georgia O'Keeffe se enfrentan como iconos «oficiales» de la pintura «femenina», con una poco conocida acuarela de la mexicana, Vista de Central Park, lejos de sus temas habituales. Se recuerda también el papel jugado por mujeres en el desarrollo de la fotografía artística: Lee Miller, sin ir más lejos, coinventó el solarizado junto a Man Ray, aunque él se arrogase en solitario las mieles del descubrimiento (viene aquí muy al caso el famoso retrato de Colette -otra amazona- en su apartamento del Palais Royal). Una copia de época de Claude Cahun, el Autorretrato como chica joven, abre una serie amplia de autorretratos de una artista redescubierta en los últimos quince años y a estas alturas ya convertida en figura de culto. También hace tiempo que se viene recuperando la obra de una Dora Maar oscurecida durante décadas por la sombra de su relación con Picasso: de ella se muestra una abundante selección de fotos y collages que prefiguran los que realizaría Grete Stern años más tarde en México.
Precisamente a Barney la llamó todo el mundo La Amazona, y la exposición toma prestado su sobrenombre para hablar de una constelación de mujeres artistas que compartieron, cada una a su manera, ese espíritu anticonvencional. Una exposición que muestra el trabajo de mujeres, pero las convierte en abanderadas forzosas de cuestiones de género excluyentes o literales.
«¿Y si yo no fuera mujer?». El propio comisario recuerda la respuesta enviada por Dorothea Tanning en 1980 a la organizadora de la antológica L'altra metà dell'avanguardia, sobre las mujeres en las vanguardias históricas. Tanning no quiso estar (y su carta fue todo lo que se colgó de ella allí): «Por otra parte, ¿y si supusiéramos que yo no fuera realmente una mujer? Me parece que, para un proyecto como el suyo, sería obligatoria una revisión médica».
Los comisarios conocen tan bien como Tanning los riesgos de una postura «biológica» en estos terrenos resbalosos, y su exposición no es una «de tesis» que se proponga entrar a fondo en ese tipo de disquisiciones. A cambio reproducen en el catálogo el artículo famoso firmado por Linda Nochlin en 1971, «¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?». Animó a desmontar el tipo de mentalidad implícita en preguntas así y a enfocar este tipo de cuestiones desde un punto de vista menos genital que social, cultural e institucional: «¿Qué habría pasado si Picasso hubiera sido una niña? ¿Habría prestado el señor Ruiz tanta atención o habría estimulado la misma ambición por alcanzar el éxito en una pequeña Paulita?». En cuarenta años, la pregunta trapacera que criticaba Nochlin en su título ha sido mil veces desarticulada y respondida. Aquí se propone, más sencillamente, ofrecer otro modelo historiográfico posible y reflexionar sobre el proceso que en el siglo XX configura nuevas identidades femeninas dentro del sistema-arte.
Métodos posibles. Precisamente Estrella de Diego habla en el catálogo de la duda entre métodos posibles para estudiar el papel de las mujeres creadoras: ¿Hay que centrarse en un modelo que funde vida y obra (y condición femenina) o abstraerse en una canónica (y también insatisfactoria) «historia de los estilos» empeñada en integrarse en un supuesto canon?
Sea como sea, el visitante puede aprovechar ahora para salir de la nómina usual de mujeres-artistas (Kahlo, O'Keeffe, Lempicka) y conocer el trabajo de autoras menos famosas. Se encontrará con la obra de la inclasificable Romaine Brooks, por ejemplo (novia de Natalie Barney durante décadas), con su estupendo retrato de un D'Annunzio cerúleo y exiliado. O con la pintura de Mela Muter, que pasó temporadas en Cataluña y el norte de España e influyó en los artistas del Noucentisme. En representación del Futurismo está Valentine de Saint-Point, cuyo Manifiesto de la Lujuria, provocativamente antifeminista, hace pensar en una proto-Camille Paglia tanto o más políticamente incorrecta.
Los platos fuertes. El plato fuerte de la exposición son los diversos realismos europeos de entreguerras, muy en la línea de la Mapfre. De Tamara de Lempicka hay un retrato de la duquesa de La Salle (arrogantemente vestida de hombre y con una mano inequívocamente fálica en el bolsillo de su pantalón) enfrentada a una funámbula de Marie Laurencin rosa y femenina hasta el empalago. De Ángeles Santos, clásico en vida de la pintura española de vanguardia, se puede ver el misterioso Niña Durmiendo de 1929, junto a la interesantísima Charley Toorop y su inclasificable Autorretrato con tres niños.
Más adelante, Frida Kahlo y Georgia O'Keeffe se enfrentan como iconos «oficiales» de la pintura «femenina», con una poco conocida acuarela de la mexicana, Vista de Central Park, lejos de sus temas habituales. Se recuerda también el papel jugado por mujeres en el desarrollo de la fotografía artística: Lee Miller, sin ir más lejos, coinventó el solarizado junto a Man Ray, aunque él se arrogase en solitario las mieles del descubrimiento (viene aquí muy al caso el famoso retrato de Colette -otra amazona- en su apartamento del Palais Royal). Una copia de época de Claude Cahun, el Autorretrato como chica joven, abre una serie amplia de autorretratos de una artista redescubierta en los últimos quince años y a estas alturas ya convertida en figura de culto. También hace tiempo que se viene recuperando la obra de una Dora Maar oscurecida durante décadas por la sombra de su relación con Picasso: de ella se muestra una abundante selección de fotos y collages que prefiguran los que realizaría Grete Stern años más tarde en México.