Un pintor para el rey
La figura y la amplísima obra de Luca Giordano (1634-1705) han conocido a lo largo de la Historia una fortuna desigual que resulta extraordinariamente llamativa. Elogiado en vida hasta extremos casi fabulosos, también esa leyenda se vio acompañada por el desconcierto, la sorpresa y la duda ya en su propia época. Su proverbial facilidad y habilidad con los pinceles, ya fuera en pinturas al óleo o en monumentales frescos, su insólita y excepcional capacidad narrativa, así como su legendaria rapidez de ejecución, acompañaron tanto los éxitos y la admiración en vida, como buena parte del infortunio posterior, especialmente desde la segunda mitad del siglo XVIII y hasta tiempos casi recientes. A esos asuntos hemos de añadir las desconfianzas que siempre despertaron sus dotes para hacer «a la manera de» otros pintores del pasado, con tan pasmosa semejanza que podían pasar por ser obras de aquellos pintores cuya manera imitaba, juego que, sin duda, le complacía y le compensaba en tantas de sus ambiciones y aspiraciones aún a costa de sembrar razonables dudas y desconciertos sobre la inocencia de su comportamiento.
Luca Giordano, La Venus durmiente
Teología velazqueña. Pintor que acertó a calificar Las Meninas de Velázquez como la «teología de la pintura», respondiendo a la pregunta que sobre esa obra le hiciera el mismísimo Carlos II en el Alcázar de Madrid, Luca Giordano supo construir durante su vida no sólo una cantidad sorprendente de pinturas, bocetos y dibujos, sino incluso una teatral y rentable leyenda sobre sus virtudes y habilidades, confirmadas, sin duda, por la altísima calidad de muchas de las mismas, incluidas sus imitaciones de las maneras de maestros antiguos, de Rafael, Tiziano o Veronés a Ribera, Guido Reni, Pietro da Cortona, Rubens o el mismísimo Velázquez. Unas veces se trataba de juegos de seducción y sorpresa para conseguir encargos; otras de atender a un mercado, ciertamente en alza en su época, de copias y de obras que recordaran a los viejos maestros; en otras, sencilla y noblemente se trataba o de emular a esos pintores y sus maneras de hacer, apropiándose de ellas para ser más pintor, o de rendirles homenajes de admiración, como ocurre en los conocidos ejemplos de Rubens pintando la alegoría de la Paz (1660, Museo del Prado) o en el extraordinario Homenaje a Velázquez (1693-94, Londres, The National Gallery), que lo es, obviamente, pero que también es el retrato de familia de uno de sus grandes mecenas ya en Nápoles, el conde Santisteban, responsable, además, de su venida a España para trabajar al servicio de Carlos II y de la Monarquía Hispánica, algo que siempre había anhelado, como puede comprobarse por su estrecha relación con los virreyes españoles en Nápoles.
Luca «Fapresto». De precoz facilidad para la pintura, ya de niño, como no podía ser de otra forma, su propio padre le dotó del cariñoso y expresivo sobrenombre de Luca Fapresto desde su más tierna infancia. Y Luca siempre pareció corresponder al mismo haciendo gala de una rapidez de ejecución en sus obras que conmocionaba, sorprendía, agradaba e incluso incomodaba a sus colegas. Antonio Palomino, que tituló expresivamente su biografía del pintor, al que trató durante su estancia en España entre 1692 y 1702, El insigne Lucas Jordán. Pintor del Rey, afirmaba en 1724, admirado, que, en efecto, no sólo «pintaba como de feria», en bellísima expresión, sino que era tal su rapidez y diligencia, así como su capacidad de trabajo, que si dejaba descansar los pinceles un solo día «se le subían encima», y él «había menester de tenerlos bajo los pies». La fascinación de Palomino por Giordano no lo era sólo como teórico o historiador privilegiado de la pintura española, sino también como artista y reconocido pintor de frescos: del napolitano escribía que lo hacía con una técnica tan brillante que parecía «labrada, empastada y unida como el óleo». No es extraño, pues, que, a pesar de los críticos rigoristas de la segunda mitad del siglo XVIII -de Jovellanos a Ponz, de Mengs a Ceán Bermúdez, que le despreciaban precisamente por todo lo que apreciaba Palomino-, los artistas, de Maella a Goya, sin embargo, se sintieran seducidos por su calidad y su técnica, por sus maneras y composiciones, por su forma de narrar con toda la Historia de la pintura italiana en su cabeza y en sus manos.
Satisfación de príncipes. Palomino acierta, además, a fijar su leyenda y su significación histórica al denominarlo «pintor del Rey», afirmación que coincide con la atribuida a Carlos II, según la cual éste habría afirmado que era el mejor pintor de «Nápoles, de España y de todo el mundo, esto es, un Pintor para el Rey», lo que no andaba muy lejos de algunas otras, como recuerda Andrés Úbeda de los Cobos en el magnífico libro que sirve de catálogo a esta cuidada y pensada exposición, que también celebra la larga y laboriosa restauración del fresco de Giordano en el Salón de Embajadores del Casón del Buen Retiro con la Apoteosis de la Monarquía Española (1696-1697). Muy especialmente se refiere a la afirmación que hiciera el Gran Duque de Toscana calificándolo de «Pintor maravilloso, hecho por Dios para satisfacer a los príncipes».
Formado en la tradición caravaggiesca, y se dice que con Ribera en particular, su portentosa memoria plástica y visual pronto se vio enriquecida, además de con las tradiciones napolitanas, con sus viajes y estancias en Roma, Florencia y Venecia, con su inagotable capacidad para saber ver y escuchar, para narrar de mil formas o maneras distintas, de otros, sí, pero sobre todo suyas. Su llegada a España en 1692 fue decisiva en su obra y en el arte español, aunque muchos críticos e historiadores siempre la hayan considerado como propias de «una manera abreviada», fácil y rápida en exceso, es decir, como propias de un arte de la vejez, su última manera, casi tan pusilánime y hechizada como la figura del propio Carlos II, dicen que poco amante de las artes, casi de nada, y último representante de la Casa de Austria en la Monarquía Hispánica. Y no es extraño que su arte haya sido vinculado a la decadencia del propio monarca y de la Monarquía -como recuerda y estudia el propio Andres Úbeda-, con los consiguientes menosprecios que han llevado incluso al hecho expresivo de que hasta este momento ninguna obra de Giordano estuviera expuesta en la colección permanente del Museo del Prado.
Desmentir imposturas. Para desmentir todas esas imposturas cabe recordar, en primer lugar, su excepcional y febril actividad en la decena de años que permaneció en España, pintando no sólo una infinidad de pinturas de caballete, bocetos y dibujos, sino toda una serie notabilísima de frescos en lugares tan representativos como El Escorial, la catedral de Toledo, el desaparecido Alcázar de Madrid, el palacio de Aranjuez o la iglesia de San Antonio de los Portugueses, además de su maravillosa obra en el Casón, que, recién restaurada, como el resto del edificio, sirve como muy pertinente excusa para este merecidísimo homenaje a Giordano y a su pintura por parte del Museo del Prado, y que hace pocos años ya tuvo un notable preludio en otra memorable exposición celebrada en el Palacio Real de Madrid. Setenta obras -más de cincuenta del propio artista napolitano- se ordenan en esta magnífica muestra que celebra, por fin, tantas cuestiones decisivas de nuestra Historia del Arte y de la Arquitectura.
Delfín Rodríguez, Un pintor para el rey, ABCDe las Artes y de las Letras, nº 841, 15 de marzo de 2008