Románico al cuadrado

Exponer románico no es tarea fácil, aunque con frecuencia el arte románico se utiliza como memoria visual para replantear momentos históricos fundacionales, como hizo en 2005 el Museo del Louvre con La France romane au temps des premiers Capétiens (987-1152). No es fácil por el carácter monumental del románico, por la relativa escasez de objetos, por los problemas de conservación de algunos de éstos, como los libros miniados. Y menos lo es, si bien en primera instancia pueda parecer lo contrario, exponerlo en el Museo Nacional de Arte de Cataluña, de Barcelona, cuya identidad, aunque en sus salas se presenten mil años de arte, es, sin duda, el arte medieval y más específicamente el románico con las pinturas murales de los ábsides pirenaicos, los numerosos frontales de altar, las piezas de escultura, las de orfebrería, las tallas...

Contenido estético. Arriesgado románico sobre románico, aunque al mismo tiempo, ello es lo que da especial interés al concepto de «exposición» y más aún si se tiene en cuenta que, hasta mediados del siglo XVIII, difícilmente alguna manifestación artística -y menos las medievales-, en su proceso creativo tenía como finalidad el ser mostrada al público fuera de su función transmisora de contenidos religiosos, políticos, históricos o sociales. Como mucho su contenido estético se podía considerar como un eficaz medio de vehicular significados o como ingrediente necesario para atraer miradas y alentar recepciones empáticas. Fueron las exposiciones antes que los museos, las que erosionaron tales contenidos y sometieron el arte al concepto de «gusto» que Joseph Adisson, desde las páginas de The Spectator, proclamó como la facultad capaz de discernir lo bello de lo desagradable sin atender a lo bueno y lo malo.

La exposición del MNAC es, antes que nada y, en sentido estricto como exposición, un acontecimiento dominado por el principio del «gusto estético»: el gusto, en tanto proceso que permite -y en realidad exige- un juicio subjetivo sobre la obra de arte y que libera al visitante de las precisiones de los saberes ajenos al estético y lo encamina hacia los senderos de la autonomía del aprecio y de la «valoración sentimental». Esta autonomía, conquista sin duda de la modernidad, es la que da valor a la exposición del MNAC más allá de la autosuficiencia simbólica de las piezas y de sus anclajes históricos, religiosos o culturales. En el recorrido de la muestra, todo posible conocimiento queda preterido ante el planteamiento profundamente subjetivo -a pesar de su planteamiento conceptual- de la presentación y del montaje de los mármoles, de las tallas, de las pinturas. Se engañaría quien recorriendo las salas pensase que puede leer o construir significados, tejer relaciones históricas o trascender los contenidos a través de las formas sin quedar apresado en los espacios creados por Lluís Pera y Laura Salvador, en el color-no color de las salas, en su oscuridad o en su muy puntual iluminación.

Cartografía imaginaria. A partir de esta constatación, que es la que en definitiva justifica la exposición ante las salas permanentes del museo y ante el propio catálogo, cabe decir que los comisarios, Manuel Castiñeiras y Jordi Camps, han trazado la cartografía imaginaria de los flujos y reflujos del arte mediterráneo, sus redes de influencia y difusión, entre aproximadamente 1120 y 1180, tomando como epicentro la configuración de la corona catalana-aragonesa en época de Ramón Berenguer IV (1131-1162). Como plantean con claridad y rotundidad en el catálogo, lo que se pretende es plasmar la idea de un «románico mediterráneo original y creativo, basado en el intercambio de artistas, modelos y obras de arte y, sobre todo, enraizado en una historia y una experiencia comunes». Se pretende, pues, reconstruir el lenguaje común, la Koiné artística mediterránea del siglo XII, dando por supuesto que esta especie de lengua franca de las formas, que admite dialectos territoriales, existe. Para desarrollar tal objetivo la exposición se desarrolla en cuatro ámbitos que, a través de unas 120 piezas, prioritariamente mármoles, parten del contexto histórico para intentar descubrir cómo se relaciona la escultura románica con la de la Antigüedad, cómo la escultura alcanzó carácter monumental en portadas y en claustros -magnífica la reunión de las piezas de la portada de la catedral de Vic-, y cómo la liturgia condicionó la existencia y la vida de las imágenes, las cuales adquieren una presencia sobrecogedora en la «sacra» reunión de crucifijos que cierra la exposición.

Ámbitos que, a pesar de su quietud museográfica, alentadora de evocaciones y de identificaciones subjetivas, presenta un Mediterráneo histórico dominado por un orden religioso dinámico, reformador, que se convierte en cauce del pensamiento, de los avances técnicos y de las creaciones artísticas. Un Mediterráneo que goza de un considerable aumento demográfico y de cierta prosperidad económica, y en el que ciudades como Barcelona, Toulouse y Pisa inician -evidentemente con singularidades propias- un período de pujanza. Es la época en la que se producen importantes movimientos monásticos, en la que los estudiantes encaminan sus pasos hacia las escuelas célebres, en la que los mercaderes van de feria en feria y los peregrinos se dirigen a tierras ignotas para alcanzar indulgencias. Y en la que, no podía ser de otra manera dada esta dinámica social, algunos artistas transitan por los caminos para ofrecer sus habilidades de labrar la piedra o pintar tablas y muros a abades y señores.

Entre estos artistas, la exposición destaca la figura del controvertido Maestro de Cabestany, para algunos un «montaje intelectual del siglo XX» y para otros ejemplo singular del devenir fluido del arte mediterráneo, un Maestro del que según Antonio Milone seguramente conocemos todas o casi todas las obras que pudieron realizar él y su taller a lo largo de su actividad laboral, desde su tierra de origen: el área francohispánica del Langüedoc-Rosellón-Cataluña hasta Florencia (San Giovanni in Sugama) pasando por la navarra Errondo. Ahí es nada la propuesta que se inició hace medio siglo con el afán atribucionista de Josep Gudiol y que seguramente, a pesar de la bien construida hipótesis de Milone, es probable que no soporte, de nuevo, el análisis.

Reconstrucción 3D. Pero aparte de posibilitar la fruición de las obras y de plantear interesantes hipótesis de trabajo, la muy notable exposición del MNAC lo que hace es introducir el Caballo de Troya -de las exposiciones debiéramos decir- en su seno: la reconstrucción 3D de la portada de Santa María de Ripoll. Un alarde técnico que ofrece visiones inéditas de la portada y posibilidades infinitas de análisis pormenorizado de la obra, lo cual no sólo presenta un interés didáctico sino, sin duda, historiográfico. El 3D de la portada de Ripoll es un instrumento de conocimiento de presente y de futuro de una gran utilidad, pero que como Caballo de Troya prefigura la inevitable aniquilación de las exposiciones, como la del MNAC, en las que las obras de arte existen no en tanto digitalizaciones perfectas sino como objetos capaces de legitimar la apreciación subjetiva de la obra de arte.

Joan Sureda, Románico al cuadrado, ABDe las Arte y las Letras, nº 842, 20 de marzo de 2008