Santa devoción
Se trata de una obra bellísima y enigmática esta de Santa Rufina, como muchas otras de las de su autor, Velázquez, maestro por excelencia de la pintura. Es representación de una santa que casi siempre lo estuvo al lado de su hermana en las imágenes que las figuraban, aunque no aquí. Unos dicen que se trata de Santa Rufina, pero también hay quienes tienen poderosas razones para pensar que la pintada por el pintor sevillano pudiera ser Santa Justa. La confusión procede del hecho de que las dos mártires y vírgenes fueron tradicionalmente representadas juntas, en pinturas, grabados y dibujos y, además, a partir de comienzos de siglo XVI, con la torre campanario de la Giralda entre ellas, protegiéndola milagrosamente de su destrucción, «teniéndola», como se decía de antiguo. Santa Justa, siguiendo la misma manera de nombrarlas, se situaría a la izquierda y Santa Rufina, a la derecha, con el atributo de la palma del martirio siguiendo una semejante disposición.
Velázquez: Santa Rufina
Es decir, que, según la tradición religiosa e iconográfica, la Santa Rufina de Velázquez, podría ser Santa Justa. Y, a pesar de todo, como los inventarios antiguos la mencionan, junto con buena parte de la historiografía posterior, con la denominación de Santa Rufina, con este nombre se ha consolidado y es conocida y reconocida, como estudia brillantemente Peter Cherry en el catálogo.
Negarle a Venus. Según la tradición hagiográfica, estas humildes y cristianas vendedoras habituales de loza delante de la Puerta de Triana, en tiempos de Diocleciano, fueron sometidas al martirio por haberse negado a ofrecer su cerámica a Venus durante las festividades en honor de la diosa, rompiendo incluso la estatua que la representaba. Sea como fuere, a comienzos del siglo XVI, después de una intensa devoción anterior, se afirma que fueron vistas proteger la torre alminar-campanario de la denominada posteriormente Giralda ante un violento terremoto ocurrido el Viernes Santo de 1504, de ahí la incorporación de la misma a su iconografía más conocida, con piezas de loza en las manos o a sus pies, las palmas del martirio y la Giralda, tomada como emblema de toda la ciudad de Sevilla. De esta forma, acabarían convirtiéndose en patronas y protectoras de la ciudad, pintadas o grabadas en innumerables ocasiones.
La Santa Rufina -o Santa Justa- de Velázquez plantea aún más enigmas extraordinarios. Retrato íntimo, como en intimidad religiosa o personal, porta los atributos fundamentales de la palma y de las piezas de loza blanca, tan simbólica como su mismo color. Le faltan, por decirlo de algún modo, la torre de la catedral y su hermana, aunque no se sabe, ni se tiene noticia de que las pintase, a pesar de que puedan recordarse imágenes de las santas separadas y sin la Giralda, como ocurre con Murillo.
Cercanía a la corte. No es casual que se haya pensado que la obra de Velázquez hubiera sido concebida para algún miembro de la Corte de Felipe IV de origen sevillano, muchos de ellos tan próximos al pintor. Incluso que se haya supuesto que su intimismo constituya no sólo una prueba de la cualidad sevillana de la santa representada, casi sólo explicable en la complicidad de un mecenas y de un pintor que tuvieran ese origen, si no es que pudiera tratarse también un «retrato a lo divino» que representase, como se ha afirmado en ocasiones y con razón no romántica, a alguna de las hijas del pintor (Francisca o Ignacia), como ocurre con el de la Sibila (1631, Museo del Prado), tantas veces identificado como un retrato de su mujer, Juana Pacheco.
El rostro de niña de la Santa Rufina de Velázquez puede ser leído, sin duda, en esa clave, además de en la religiosa. Después de sus recientes restauraciones, la pintura ha recobrado su espacio y su volumen, su luz ambiental, tan característica del pintor gracias a sus fondos de albayalde que, como ha explicado magistralmente Carmen Garrido en el catálogo, constituyen casi una huella dactilar del artista, poniéndola en relación con otras pinturas suyas del momento e inscribiéndola en la trayectoria histórica de los diferentes usos de colores, pigmentos y telas por parte del artista. El estudio de sus ademanes, de la posición de las manos, del tocado de su peinado, los rizos del cabello, la calidad etérea y prodigiosa, como de destellos de luz, de los blancos de la blusa, en la manga y en el cuello -estos últimos hechos desaparecer en las restauraciones recientes- hablan de la mano de Velázquez, sin duda alguna, además de otras características propias del pintor que pueden comprobarse en otras de sus obras, algunas de ellas presentes en la exposición, como ocurre con las figuras femeninas en el rompimiento de gloria de La imposición de la casulla a San Ildefonso (1622-1623, Ayuntamiento de Sevilla, ahora depositada en el nuevo Centro Velázquez-Fundación Focus-Abengoa), una de las cuales presenta una poderosa semejanza con Santa Rufina.
Aire familiar. Aire familiar que también puede relacionarse con la mencionada Sibila, más próxima en el tiempo a las fechas de la obra que es excusa feliz de esta muestra, entre 1632 y 1633, después de su primer viaje a Italia, y aire estilístico y de época con Doña María de Austria, Reina de Hungría (1630, Museo del Prado), también presente en la exposición.
Milagrosamente rica. El silencio, dulzura y soledad del retrato de la santa, retrato de niña, así como su estar presente en un espacio sin lugar concreto, el propio de tantas otras figuras solas de Velázquez, luminosas en su volumen de colores, pocos, pero milagrosamente ricos en tonos, en detalles sabios para quien mira de lejos o de cerca, siempre jugando al desconcierto y al enigma, a la narración que va más allá de lo representado, es decir, también a lo puramente pictórico, a lo inalcanzable. Todas estas razones y otras muchas hacen de esta pintura de Santa Rufina un indudable velázquez, como confirman en su magnífico y erudito ensayo del catálogo los comisarios de la exposición, A. E. Pérez Sánchez y B. Narravete, que no sólo han atendido a razones formales, técnicas y estilísticas, entendidas como razones históricas y no abstractas, sino -frente a muchas opiniones gratuitas- a datos documentales imprescindibles y a la misma biografía de la obra de colección en colección, desde la Casa de Alba a las de Sebastián Martínez, Fernando Casado de Torres, Celestino García Luz o el Marqués de Salamanca y Lord Dudley, incluida su azarosa vida durante el siglo XX, hasta que, por fin, en 2007, fue adquirida, en meritoria y venerable iniciativa, por la Fundación Focus-Abengoa para su sede de Sevilla y para el patrimonio artístico español.
Coincidiendo con esa iniciativa memorable, el Ayuntamiento de Sevilla, la ciudad entera, y también el Museo del Prado, han contribuido a la organización de esta magnífica exposición y a la creación del Centro Velázquez de Sevilla, cuyas primeras actividades han sido precisamente esta muestra y un simposio internacional paralelo que ha reunido a prestigiosos especialistas en la obra de Velázquez. Larga vida es lo que merece este compromiso con el arte y con la cultura.
Delfín Rodríguez, Santa devoción, ABCD Las Arte y Las Letras, nº 843, 29 de marzo de 2009
Velázquez: Santa Rufina
Es decir, que, según la tradición religiosa e iconográfica, la Santa Rufina de Velázquez, podría ser Santa Justa. Y, a pesar de todo, como los inventarios antiguos la mencionan, junto con buena parte de la historiografía posterior, con la denominación de Santa Rufina, con este nombre se ha consolidado y es conocida y reconocida, como estudia brillantemente Peter Cherry en el catálogo.
Negarle a Venus. Según la tradición hagiográfica, estas humildes y cristianas vendedoras habituales de loza delante de la Puerta de Triana, en tiempos de Diocleciano, fueron sometidas al martirio por haberse negado a ofrecer su cerámica a Venus durante las festividades en honor de la diosa, rompiendo incluso la estatua que la representaba. Sea como fuere, a comienzos del siglo XVI, después de una intensa devoción anterior, se afirma que fueron vistas proteger la torre alminar-campanario de la denominada posteriormente Giralda ante un violento terremoto ocurrido el Viernes Santo de 1504, de ahí la incorporación de la misma a su iconografía más conocida, con piezas de loza en las manos o a sus pies, las palmas del martirio y la Giralda, tomada como emblema de toda la ciudad de Sevilla. De esta forma, acabarían convirtiéndose en patronas y protectoras de la ciudad, pintadas o grabadas en innumerables ocasiones.
La Santa Rufina -o Santa Justa- de Velázquez plantea aún más enigmas extraordinarios. Retrato íntimo, como en intimidad religiosa o personal, porta los atributos fundamentales de la palma y de las piezas de loza blanca, tan simbólica como su mismo color. Le faltan, por decirlo de algún modo, la torre de la catedral y su hermana, aunque no se sabe, ni se tiene noticia de que las pintase, a pesar de que puedan recordarse imágenes de las santas separadas y sin la Giralda, como ocurre con Murillo.
Cercanía a la corte. No es casual que se haya pensado que la obra de Velázquez hubiera sido concebida para algún miembro de la Corte de Felipe IV de origen sevillano, muchos de ellos tan próximos al pintor. Incluso que se haya supuesto que su intimismo constituya no sólo una prueba de la cualidad sevillana de la santa representada, casi sólo explicable en la complicidad de un mecenas y de un pintor que tuvieran ese origen, si no es que pudiera tratarse también un «retrato a lo divino» que representase, como se ha afirmado en ocasiones y con razón no romántica, a alguna de las hijas del pintor (Francisca o Ignacia), como ocurre con el de la Sibila (1631, Museo del Prado), tantas veces identificado como un retrato de su mujer, Juana Pacheco.
Murillo: San Justa y Santa Rufina
El rostro de niña de la Santa Rufina de Velázquez puede ser leído, sin duda, en esa clave, además de en la religiosa. Después de sus recientes restauraciones, la pintura ha recobrado su espacio y su volumen, su luz ambiental, tan característica del pintor gracias a sus fondos de albayalde que, como ha explicado magistralmente Carmen Garrido en el catálogo, constituyen casi una huella dactilar del artista, poniéndola en relación con otras pinturas suyas del momento e inscribiéndola en la trayectoria histórica de los diferentes usos de colores, pigmentos y telas por parte del artista. El estudio de sus ademanes, de la posición de las manos, del tocado de su peinado, los rizos del cabello, la calidad etérea y prodigiosa, como de destellos de luz, de los blancos de la blusa, en la manga y en el cuello -estos últimos hechos desaparecer en las restauraciones recientes- hablan de la mano de Velázquez, sin duda alguna, además de otras características propias del pintor que pueden comprobarse en otras de sus obras, algunas de ellas presentes en la exposición, como ocurre con las figuras femeninas en el rompimiento de gloria de La imposición de la casulla a San Ildefonso (1622-1623, Ayuntamiento de Sevilla, ahora depositada en el nuevo Centro Velázquez-Fundación Focus-Abengoa), una de las cuales presenta una poderosa semejanza con Santa Rufina.
Aire familiar. Aire familiar que también puede relacionarse con la mencionada Sibila, más próxima en el tiempo a las fechas de la obra que es excusa feliz de esta muestra, entre 1632 y 1633, después de su primer viaje a Italia, y aire estilístico y de época con Doña María de Austria, Reina de Hungría (1630, Museo del Prado), también presente en la exposición.
Milagrosamente rica. El silencio, dulzura y soledad del retrato de la santa, retrato de niña, así como su estar presente en un espacio sin lugar concreto, el propio de tantas otras figuras solas de Velázquez, luminosas en su volumen de colores, pocos, pero milagrosamente ricos en tonos, en detalles sabios para quien mira de lejos o de cerca, siempre jugando al desconcierto y al enigma, a la narración que va más allá de lo representado, es decir, también a lo puramente pictórico, a lo inalcanzable. Todas estas razones y otras muchas hacen de esta pintura de Santa Rufina un indudable velázquez, como confirman en su magnífico y erudito ensayo del catálogo los comisarios de la exposición, A. E. Pérez Sánchez y B. Narravete, que no sólo han atendido a razones formales, técnicas y estilísticas, entendidas como razones históricas y no abstractas, sino -frente a muchas opiniones gratuitas- a datos documentales imprescindibles y a la misma biografía de la obra de colección en colección, desde la Casa de Alba a las de Sebastián Martínez, Fernando Casado de Torres, Celestino García Luz o el Marqués de Salamanca y Lord Dudley, incluida su azarosa vida durante el siglo XX, hasta que, por fin, en 2007, fue adquirida, en meritoria y venerable iniciativa, por la Fundación Focus-Abengoa para su sede de Sevilla y para el patrimonio artístico español.
Coincidiendo con esa iniciativa memorable, el Ayuntamiento de Sevilla, la ciudad entera, y también el Museo del Prado, han contribuido a la organización de esta magnífica exposición y a la creación del Centro Velázquez de Sevilla, cuyas primeras actividades han sido precisamente esta muestra y un simposio internacional paralelo que ha reunido a prestigiosos especialistas en la obra de Velázquez. Larga vida es lo que merece este compromiso con el arte y con la cultura.
Delfín Rodríguez, Santa devoción, ABCD Las Arte y Las Letras, nº 843, 29 de marzo de 2009