El Gran Gatsby de la Pintura
El holandés Van Dongen vivió los años dorados de las vanguardias en París. Fue amigo de Picasso, pero pudo más en él el deseo de lujo y ‘glamour’. Se convirtió en el pintor cóctel, el hombre que mejor retrataba a las mujeres. Por primera vez en España una retrospectiva muestra sus obras.
‘Cantante soprano’ (1908), del pintor holandes Kees van Dongen-
El más extraño privilegio de la pintura”, decía Degas, “es el de encolerizar a la gente”. Tal definición cuadra a la perfección con la personalidad de Kees van Dongen (Rotterdam, Holanda, 1877-Mónaco, 1968), uno de los abanderados de la revolución fauvista, admirador de Rembrandt y Frans Hals en su juventud, militante del anarcocomunismo, el hombre que lanzaba máximas sociales como: “¿Acaso pintar no es otra cosa que ponerse al servicio del lujo en una época como ésta, cuando vivimos rodeados de pobreza?”. De ahí a pintor de estrellas, media un abismo, un agujero negro, del que emergió como retratista de artistas y de la jet society en los años dorados de la belle époque.
El Gran Gatsby de la pintura alcanzó la gloria, pero no el reconocimiento. “Tuvo una carrera brillante como pintor, pero ha pasado a la posteridad como el pintor cóctel, marcado por golpes de efecto y escándalos”. Así lo define Anita Hopmans, directora de exposiciones en el Instituto Holandés de Historia del Arte. Van Dongen, del que el Museo Picasso de Barcelona muestra actualmente su primera retrospectiva en España, se forjó a pulso una leyenda atractiva, pero detestable para sus compañeros de generación. Al final de su vida, para redimirse, sólo podía echar mano de su antigua amistad con Picasso. En 1949, un nostálgico Van Dongen posaba con el retrato a lápiz pintado por Picasso, antes de que el malagueño, y Guillaume Apollinaire a la cabeza, le pusieran a caldo. “Vivir en París no le sienta bien”, decían.
Formado en la Academia de Artes y Ciencias de Rotterdam, descubrió muy pronto el atractivo del distrito rojo, el barrio de las prostitutas de la ciudad holandesa. Decía que le gustaba ver a las mujeres de la vida sentadas en las ventanas, esperando a los clientes, como si estuvieran expuestas en vitrinas. Dibujaba sin cesar, y aquellos apuntes, con influencias de Toulouse-Lautrec, lo hicieron muy popular en la prensa francesa, donde publicaba regularmente.
“ParÍs me atraía como un faro”, y decidió mudarse a París. Vivió en la miseria hasta que captó la atención del descubridor de artistas, el marchante Vollard. Expuso en su galería en 1904. Y tuvo éxito. La gente se quedó boquiabierta ante el aspecto de un “gran diablo de barba rubia, mirada socarrona, una personalidad indescriptible”, según Vollard. “Siempre calzado con sandalias de donde surgían los dedos del pie que han agujereado el calcetín; se le encuentra en todas partes, en todos los barrios, bajos fondos o chics, siempre escoltado por jovencitas…”.
Tiempo después, en el Salón de Otoño parisiense, volvió a mostrar sus obras, esta vez junto a Derain y Matisse. Fue allí donde el crítico de arte Vauxcelles acuñó para ellos el nombre de fieras: “Los colores de sus pinturas rugen en las paredes”. Había nacido el fauvismo, y Van Dongen formaba parte de él.
Cuando pudo empezar a vivir modestamente de sus obras se mudó al Bateau-Lavoir, en un estudio enfrente del de Picasso. Las mujeres de ambos, Fernande Olivier y Guus, simpatizaron, y la amistad entre los pintores se consolidó. Hasta que la mujer de Van Dongen regresó a Holanda con la hija de ambos. Por entonces, él imitaba en todo al artista malagueño. De esa época es el retrato de Fernande, un desnudo en rojo y amarillo, que el holandés posiblemente pintó en 1907 durante una de las separaciones temporales de la conflictiva pareja.
Otro golpe de fortuna. El marchante Kahnweiler entró en su vida y compró algunos de los cuadros: “Una cálida tarde del verano de 1907 vino a verme un hombre con sandalias, pantalón azul y jersey gris. Tenía el pelo y la barba descoloridos por el sol y el viento. Una gran pipa y gorra”. A Kahnweiler le pareció detectar una cierta influencia de Picasso en la obra de Van Dongen, pero le encantó “el gozo y la alegría del color”. En sus años jóvenes, el holandés había sido boxeador para ganar algo de dinero y reflejó las poses combativas en sus retratos de mujeres, aquellas luchadoras incandescentes. Amaba el tono carmín, rojo sangre, el color de los burdeles, del music-hall.
Van Dongen ya había despegado. En 1908, los coleccionistas rusos, Shchukin y otros, comienzan a comprar sus obras. El éxito le sonreía y su vida empezó a cambiar. Abandonó Montmartre y se instaló en la calle Saulnier, una zona cercana al Folies Bergère, el cabaré más famoso de París. Allí cortejaba a las coristas del local, Nini y Anita, la bohemia, que posaban para él como modelos. La sensualidad del cuerpo femenino se desplegaba sin pudor en sus lienzos. Empezó su alejamiento de las vanguardias parisinas.
En 1911 su amistad con el modisto Paul Poiret será fundamental en su vida y en sus contactos. De hecho, él fue quien le presentó a la rica coleccionista de arte Peggy Guggenheim. La unión de ambos se tradujo en alcohol, mujeres e innumerable fiestas con “bailarinas lascivas”. El optimismo de esos años se reflejó en una paleta de colores vibrantes, verde, azul o amarillo.
Un año después Van Dongen regresa como triunfador a Montparnasse. En su estudio se dan los bailes más fastuosos y él se retrata como Neptuno. Fernande Olivier recuerda una gran fiesta, en 1914, poco antes de la I Guerra Mundial, como una bacanal donde se comía, se bebía y se hacía en amor en cualquier rincón. En 1914, el artista se aproxima a la marquesa Luisa Casti, excéntrica, bella y adinerada. Modelo de Man Ray, amante del escritor Gabriele D’Annunzio, el poeta preferido de Mussolini. Fue ella quien hizo entrar a Van Dongen en “los salones mundanos de la época”. Años después, será otra mujer, Jasmy Jacob, Jasmy la Divine o Jasmy la Terrible, inteligente y autoritaria, directora de la Maison de Couture Jenny, la que se convertiría en su maestra y mentora. Jasmy tenía clase, y cuerpo de maniquí. Pronto, ambos comprenden que están hechos el uno para el otro. Van Dongen se divorcia y se muda con Jasmy a una nueva casa donde renace como pintor de salón. Comienza su etapa de lujo y glamour. A sus fiestas acuden mujeres con pieles, adornadas con perlas y diamantes. Son habituales Cocteau o Madame Chanel, encantados con su mundanidad artística. La guerra ha terminado y, aunque los críticos lo traten con menosprecio, él es la vedette de la alta sociedad, su pintor de cámara. “Se me reprocha, escribió Van Dongen, ser mundano, enloquecer con el lujo, ser un esnob disfrazado de bohemio, o un bohemio disfrazado de esnob. Pues sí. Adoro la vida de mi época, tan animada, tan acelerada… Me gusta lo que brilla, las piedras preciosas que resplandecen, las mujeres sensuales, y la pintura me da todo eso porque lo que yo pinto es, a menudo, un sueño o una obsesión”.
En los años veinte, en el periodo de entreguerras, Van Dongen era el pintor de moda, y la seguía a rajatabla en sus retratos. De hecho, retrata a mujeres de siluetas andróginas, con poco pecho, sin caderas ni trasero; el pelo corto, fumando con largas boquillas, los ojos sombreados de azul. En una entrevista de 1928 afirmaba: “El mundo es un gran jardín, lleno de flores y de malas hierbas… Lo bueno de nuestra época es que todo se puede mezclar, es realmente la época cóctel”. A pesar de la boutade, en sus palabras latía un cierto escepticismo: “En el fondo, la vida es sombría y triste”.
Después entró en su época oscura. En 1941 Van Dongen se marchó a Alemania y se fotografió sin reparos con oficiales nazis. Aquello nunca le fue perdonado.
Van Dongen, el que intimó con Matisse y Picasso, nunca frecuentó los mismos ambientes que la vanguardia de aquellos años, Satie, Man Ray, Paul Morand… Los salones en los que el holandés reinaba eran los de las duquesas de Guermantes. Maurice Sachs, un cronista de la época, le dedicó en su libro Au temps du boeuf sur le toit, aceradas parrafadas: “Van Dongen es un nombre holandés… los periódicos de Deauville que le llaman el maestro holandés se olvidan de que también nombraban así a Rembrandt. Van Dongen se contenta con ser el más parisiense de los holandeses. Y no es un maestro, es un alumno. Es un caricaturista que hace de la caricatura, pintura”… Los artistas le detestan y alguno que otro lo llama “rapin de luxe” (pintor de brocha gorda de lujo).
El artista que admiraba tanto a Rembrandt, el pintor que no tenía donde caerse muerto, se convirtió con el tiempo en una estrella del retrato. En su estudio se daba cita la buena sociedad. Tras su ruptura con Jasmy se trasladó a vivir a Mónaco, donde compró una casita a la que llamó Bateau-Lavoir, en recuerdo de sus años bohemios. Van Dongen se hace mayor. Es como si hubiera regresado a su etapa primeriza de dibujante. Pinta a la actriz del momento, Brigitte Bardot, que es portada de la revista Life en marzo de 1960. La fotografía de aquel encuentro muestra a una Bardot efervescente y a un Van Dongen anciano, demacrado, con redecilla en la cabeza y un cuerpo que semeja la rama de un árbol a punto de troncharse. Es el final de su vida artística. Kees van Dongen muere a los 91 años en Mónaco en pleno mayo del 68. Qué paradoja. Su desaparición pasó desapercibida en aquel París que tanto amó. La exposición ‘Van Dongen’ puede verse en el Museo Picasso de Barcelona hasta el 27 de septiembre.
‘Cantante soprano’ (1908), del pintor holandes Kees van Dongen-
El más extraño privilegio de la pintura”, decía Degas, “es el de encolerizar a la gente”. Tal definición cuadra a la perfección con la personalidad de Kees van Dongen (Rotterdam, Holanda, 1877-Mónaco, 1968), uno de los abanderados de la revolución fauvista, admirador de Rembrandt y Frans Hals en su juventud, militante del anarcocomunismo, el hombre que lanzaba máximas sociales como: “¿Acaso pintar no es otra cosa que ponerse al servicio del lujo en una época como ésta, cuando vivimos rodeados de pobreza?”. De ahí a pintor de estrellas, media un abismo, un agujero negro, del que emergió como retratista de artistas y de la jet society en los años dorados de la belle époque.
El Gran Gatsby de la pintura alcanzó la gloria, pero no el reconocimiento. “Tuvo una carrera brillante como pintor, pero ha pasado a la posteridad como el pintor cóctel, marcado por golpes de efecto y escándalos”. Así lo define Anita Hopmans, directora de exposiciones en el Instituto Holandés de Historia del Arte. Van Dongen, del que el Museo Picasso de Barcelona muestra actualmente su primera retrospectiva en España, se forjó a pulso una leyenda atractiva, pero detestable para sus compañeros de generación. Al final de su vida, para redimirse, sólo podía echar mano de su antigua amistad con Picasso. En 1949, un nostálgico Van Dongen posaba con el retrato a lápiz pintado por Picasso, antes de que el malagueño, y Guillaume Apollinaire a la cabeza, le pusieran a caldo. “Vivir en París no le sienta bien”, decían.
Formado en la Academia de Artes y Ciencias de Rotterdam, descubrió muy pronto el atractivo del distrito rojo, el barrio de las prostitutas de la ciudad holandesa. Decía que le gustaba ver a las mujeres de la vida sentadas en las ventanas, esperando a los clientes, como si estuvieran expuestas en vitrinas. Dibujaba sin cesar, y aquellos apuntes, con influencias de Toulouse-Lautrec, lo hicieron muy popular en la prensa francesa, donde publicaba regularmente.
“ParÍs me atraía como un faro”, y decidió mudarse a París. Vivió en la miseria hasta que captó la atención del descubridor de artistas, el marchante Vollard. Expuso en su galería en 1904. Y tuvo éxito. La gente se quedó boquiabierta ante el aspecto de un “gran diablo de barba rubia, mirada socarrona, una personalidad indescriptible”, según Vollard. “Siempre calzado con sandalias de donde surgían los dedos del pie que han agujereado el calcetín; se le encuentra en todas partes, en todos los barrios, bajos fondos o chics, siempre escoltado por jovencitas…”.
Tiempo después, en el Salón de Otoño parisiense, volvió a mostrar sus obras, esta vez junto a Derain y Matisse. Fue allí donde el crítico de arte Vauxcelles acuñó para ellos el nombre de fieras: “Los colores de sus pinturas rugen en las paredes”. Había nacido el fauvismo, y Van Dongen formaba parte de él.
Cuando pudo empezar a vivir modestamente de sus obras se mudó al Bateau-Lavoir, en un estudio enfrente del de Picasso. Las mujeres de ambos, Fernande Olivier y Guus, simpatizaron, y la amistad entre los pintores se consolidó. Hasta que la mujer de Van Dongen regresó a Holanda con la hija de ambos. Por entonces, él imitaba en todo al artista malagueño. De esa época es el retrato de Fernande, un desnudo en rojo y amarillo, que el holandés posiblemente pintó en 1907 durante una de las separaciones temporales de la conflictiva pareja.
Otro golpe de fortuna. El marchante Kahnweiler entró en su vida y compró algunos de los cuadros: “Una cálida tarde del verano de 1907 vino a verme un hombre con sandalias, pantalón azul y jersey gris. Tenía el pelo y la barba descoloridos por el sol y el viento. Una gran pipa y gorra”. A Kahnweiler le pareció detectar una cierta influencia de Picasso en la obra de Van Dongen, pero le encantó “el gozo y la alegría del color”. En sus años jóvenes, el holandés había sido boxeador para ganar algo de dinero y reflejó las poses combativas en sus retratos de mujeres, aquellas luchadoras incandescentes. Amaba el tono carmín, rojo sangre, el color de los burdeles, del music-hall.
Van Dongen ya había despegado. En 1908, los coleccionistas rusos, Shchukin y otros, comienzan a comprar sus obras. El éxito le sonreía y su vida empezó a cambiar. Abandonó Montmartre y se instaló en la calle Saulnier, una zona cercana al Folies Bergère, el cabaré más famoso de París. Allí cortejaba a las coristas del local, Nini y Anita, la bohemia, que posaban para él como modelos. La sensualidad del cuerpo femenino se desplegaba sin pudor en sus lienzos. Empezó su alejamiento de las vanguardias parisinas.
En 1911 su amistad con el modisto Paul Poiret será fundamental en su vida y en sus contactos. De hecho, él fue quien le presentó a la rica coleccionista de arte Peggy Guggenheim. La unión de ambos se tradujo en alcohol, mujeres e innumerable fiestas con “bailarinas lascivas”. El optimismo de esos años se reflejó en una paleta de colores vibrantes, verde, azul o amarillo.
Un año después Van Dongen regresa como triunfador a Montparnasse. En su estudio se dan los bailes más fastuosos y él se retrata como Neptuno. Fernande Olivier recuerda una gran fiesta, en 1914, poco antes de la I Guerra Mundial, como una bacanal donde se comía, se bebía y se hacía en amor en cualquier rincón. En 1914, el artista se aproxima a la marquesa Luisa Casti, excéntrica, bella y adinerada. Modelo de Man Ray, amante del escritor Gabriele D’Annunzio, el poeta preferido de Mussolini. Fue ella quien hizo entrar a Van Dongen en “los salones mundanos de la época”. Años después, será otra mujer, Jasmy Jacob, Jasmy la Divine o Jasmy la Terrible, inteligente y autoritaria, directora de la Maison de Couture Jenny, la que se convertiría en su maestra y mentora. Jasmy tenía clase, y cuerpo de maniquí. Pronto, ambos comprenden que están hechos el uno para el otro. Van Dongen se divorcia y se muda con Jasmy a una nueva casa donde renace como pintor de salón. Comienza su etapa de lujo y glamour. A sus fiestas acuden mujeres con pieles, adornadas con perlas y diamantes. Son habituales Cocteau o Madame Chanel, encantados con su mundanidad artística. La guerra ha terminado y, aunque los críticos lo traten con menosprecio, él es la vedette de la alta sociedad, su pintor de cámara. “Se me reprocha, escribió Van Dongen, ser mundano, enloquecer con el lujo, ser un esnob disfrazado de bohemio, o un bohemio disfrazado de esnob. Pues sí. Adoro la vida de mi época, tan animada, tan acelerada… Me gusta lo que brilla, las piedras preciosas que resplandecen, las mujeres sensuales, y la pintura me da todo eso porque lo que yo pinto es, a menudo, un sueño o una obsesión”.
En los años veinte, en el periodo de entreguerras, Van Dongen era el pintor de moda, y la seguía a rajatabla en sus retratos. De hecho, retrata a mujeres de siluetas andróginas, con poco pecho, sin caderas ni trasero; el pelo corto, fumando con largas boquillas, los ojos sombreados de azul. En una entrevista de 1928 afirmaba: “El mundo es un gran jardín, lleno de flores y de malas hierbas… Lo bueno de nuestra época es que todo se puede mezclar, es realmente la época cóctel”. A pesar de la boutade, en sus palabras latía un cierto escepticismo: “En el fondo, la vida es sombría y triste”.
Después entró en su época oscura. En 1941 Van Dongen se marchó a Alemania y se fotografió sin reparos con oficiales nazis. Aquello nunca le fue perdonado.
Van Dongen, el que intimó con Matisse y Picasso, nunca frecuentó los mismos ambientes que la vanguardia de aquellos años, Satie, Man Ray, Paul Morand… Los salones en los que el holandés reinaba eran los de las duquesas de Guermantes. Maurice Sachs, un cronista de la época, le dedicó en su libro Au temps du boeuf sur le toit, aceradas parrafadas: “Van Dongen es un nombre holandés… los periódicos de Deauville que le llaman el maestro holandés se olvidan de que también nombraban así a Rembrandt. Van Dongen se contenta con ser el más parisiense de los holandeses. Y no es un maestro, es un alumno. Es un caricaturista que hace de la caricatura, pintura”… Los artistas le detestan y alguno que otro lo llama “rapin de luxe” (pintor de brocha gorda de lujo).
El artista que admiraba tanto a Rembrandt, el pintor que no tenía donde caerse muerto, se convirtió con el tiempo en una estrella del retrato. En su estudio se daba cita la buena sociedad. Tras su ruptura con Jasmy se trasladó a vivir a Mónaco, donde compró una casita a la que llamó Bateau-Lavoir, en recuerdo de sus años bohemios. Van Dongen se hace mayor. Es como si hubiera regresado a su etapa primeriza de dibujante. Pinta a la actriz del momento, Brigitte Bardot, que es portada de la revista Life en marzo de 1960. La fotografía de aquel encuentro muestra a una Bardot efervescente y a un Van Dongen anciano, demacrado, con redecilla en la cabeza y un cuerpo que semeja la rama de un árbol a punto de troncharse. Es el final de su vida artística. Kees van Dongen muere a los 91 años en Mónaco en pleno mayo del 68. Qué paradoja. Su desaparición pasó desapercibida en aquel París que tanto amó. La exposición ‘Van Dongen’ puede verse en el Museo Picasso de Barcelona hasta el 27 de septiembre.
Julia Luzán, El Gran Gatsby de la Pintura, El País, 2 de agosto de 2009