Ai Weiwei, un iconoclasta con conciencia
El artista chino es una de las figuras más radicales e interesantes del panorama mundial
Antes de que el activismo político convirtiera a Ai Weiwei en una de las caras más conocidas de la disidencia china, este artista de 53 años, detenido el domingo en Pekín por las autoridades chinas cuando se disponía a volar a Hong Kong, ya era una figura en el entorno global del arte contemporáneo. Y no, como sucede en otros casos, porque es chino y la pujanza económica del país ha llevado a sus artistas a las primeras listas de las ventas de arte, sino porque hacia tiempo que no se veía un trabajo conceptualmente tan potente y radical como el que lleva años experimentando, en sus múltiples facetas, Ai Weiwei. En un entorno, a veces, académicamente cínico y económicamente amoral como es el del arte contemporáneo, artistas como Ai Weiwei consiguen que casi se pueda volver a creer que el arte, y la cultura en general, pueden ser un revulsivo de cambio, algo que teme el poder.
Ahora es conocido por el diseño del estadio olímpico de Pekín, conocido como "el nido", que realizó en colaboración con los arquitectos Herzog y De Meuron y que le dio fama por negarse a ir después a la inauguración por considerarlo "la propaganda de siempre", o por la instalación de pipas de porcelana (laboriosamente trabajadas por obreros chinos) con las que llenó hace poco el suelo de la sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres, pero sus obras no siempre han sido tan espectaculares y ambiciosas. En 1995, a poco de regresar a su país tras pasar diez años en Estados Unidos, realizó una de sus acciones más emblemáticas que ha quedado plasmada en tres fotografías en blanco y negro. En ellas se ve al artista dejar caer al suelo un jarrón de la dinastía Han en un claro acto de iconoclastia que el artista explicaba como una manera de "liberación espiritual", una forma de desembarazarse del lastre de la identidad y la tradición. Dan escalofríos.
Más irónica, tal vez en relación en la manera en la que en su país, y en otros, se utiliza el patrimonio como gancho turístico tras décadas de destrucción sistemática, fue la intervención en una serie de vasijas neolíticas sobre las que pintó el emblema de la Coca Cola. Esculturas realizadas con bicicletas, sillas o viejas puertas de la dinastia Ming, mesas que se pliegan en el suelo, enormes instalaciones con burbujas de porcelana o una instalación consistente en sustituir el agua de los estanques del pabellón Mies van der Rohe de Barcelona por leche y café. Cada obra de Ai tiene un porqué en el diálogo intenso y crítico que lleva años realizando tanto con la tradición artística china y occidental como con el entorno social y cultural en el que ésta surge y se exhibe.
Espíritu rebelde
Hijo de uno de los grandes poetas chinos del siglo XX, Ai Qing, que fue depurado durante la revolución cultural y enviado a limpiar letrinas en la región musulmana de Xinjiang, Ai Weiwei parece llevar en la sangre el espíritu rebelde y la conciencia social. Por eso, cuando pudo regresar con su familia a su Pekín natal, comenzó a estudiar cinematografía y al poco, en 1979, fue uno de los fundadores del grupo Stars (Xingxing), un colectivo de artistas que en un entorno cultural formalmente académico y dirigista promovía un arte individualista y de raiz vanguardista. El ambiente, pero, era asfixiante y en 1981, dos años antes de que las autoridades disolvieran el grupo, emigró a Estados Unidos. En Nueva York trabajó en lo que pudo y realizó estudios informales, pero sobre todo descubrió el arte contemporáneo, desde la obra de Marcel Duchamp, que está siempre en la trastienda de su trabajo, al trabajo de los artistas pop, minimalistas o conceptuales. Ahí aprendió, ha explicado, que la habilidad no es suficiente para que una obra sea realmente significativa. Falta una idea.
Cuando regresó diez años más tarde a China llevaba encima todo un bagaje que compartió con otros artistas convirtiéndose en cierta manera en el patriarca del arte chino contemporáneo. Su prestigio dentro, como es de suponer contestado en otros círculos, ha corrido paralelo a la repercusión que su trabajo ha ido teniendo en el exterior, en donde han podido verse obras suyas en citas tan emblemáticas como la Bienal de Venecia de 1999 (la del desembarco chino en Europa) o la última Documenta de Kassel, en donde su intervención consistió en invitar a 1001 compatriotas a que, por rigurosos turnos pequeños, pasarán algunos días en la ciudad alemana. En España se ha podido ver obra suya en diversas colectivas, en una individual en Madrid en la galería de Yvory Press, proyecto de Elena Ochoa, y con la instalación antes citada en Barcelona.
Ai, que también es crítico, comisario y diseñador, ha sido uno de los artistas más influyentes y poderosos en el cada vez más interesante entorno del arte contemporáneo chino, pero cuando ha querido utilizar este prestigio y visibilidad para denunciar la falta de libertades del régimen ha empezado a tener problemas. Demolición de su estudio, arrestos domiciliarios, problemas con la policía. Cuentan que en su país algunos colegas le acusan de utilizar su enfrentamiento con las autoridades como una operación de marketing para subir la cotización de su obra, pero parece una mirada un poco mezquina teniendo en cuenta su labor incansable de denuncia y si se tiene en cuenta, además, aunque bien situado no está entre los más vendidos ni su obra es lo suficientemente complaciente para satisfacer al coleccionismo de nuevos ricos que está proliferando en el país.
Cuando estuvo en Barcelona, en octubre de 2009, para presentar su instalación en la Fundación Mies van der Rohe, aún tenía el rastro de la operación en la cabeza que tuvieron que hacerle de urgencia en Suiza a raíz de los golpes que la policia china le había propinado semanas atrás. Desde su blog, seguido por miles de compatriotas, denuncia los abusos de poder, amplifica el trabajo de otros activistas e intenta combatir lo que, a su juicio, es la "amoralidad" del gobierno. Se mostró muy desconfiado respecto a una posible respuesta occidental y apuntó la posibilidad de que el gobierno chino se "inventara" razones económicas para encerrarlo en prisión, como tal vez podría haber pasado. Quedan pocos artistas actuales capaces de combinar con esta dignidad y firmeza la autoexigencia artística y el afán de compromiso social.
Antes de que el activismo político convirtiera a Ai Weiwei en una de las caras más conocidas de la disidencia china, este artista de 53 años, detenido el domingo en Pekín por las autoridades chinas cuando se disponía a volar a Hong Kong, ya era una figura en el entorno global del arte contemporáneo. Y no, como sucede en otros casos, porque es chino y la pujanza económica del país ha llevado a sus artistas a las primeras listas de las ventas de arte, sino porque hacia tiempo que no se veía un trabajo conceptualmente tan potente y radical como el que lleva años experimentando, en sus múltiples facetas, Ai Weiwei. En un entorno, a veces, académicamente cínico y económicamente amoral como es el del arte contemporáneo, artistas como Ai Weiwei consiguen que casi se pueda volver a creer que el arte, y la cultura en general, pueden ser un revulsivo de cambio, algo que teme el poder.
Ahora es conocido por el diseño del estadio olímpico de Pekín, conocido como "el nido", que realizó en colaboración con los arquitectos Herzog y De Meuron y que le dio fama por negarse a ir después a la inauguración por considerarlo "la propaganda de siempre", o por la instalación de pipas de porcelana (laboriosamente trabajadas por obreros chinos) con las que llenó hace poco el suelo de la sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres, pero sus obras no siempre han sido tan espectaculares y ambiciosas. En 1995, a poco de regresar a su país tras pasar diez años en Estados Unidos, realizó una de sus acciones más emblemáticas que ha quedado plasmada en tres fotografías en blanco y negro. En ellas se ve al artista dejar caer al suelo un jarrón de la dinastía Han en un claro acto de iconoclastia que el artista explicaba como una manera de "liberación espiritual", una forma de desembarazarse del lastre de la identidad y la tradición. Dan escalofríos.
Más irónica, tal vez en relación en la manera en la que en su país, y en otros, se utiliza el patrimonio como gancho turístico tras décadas de destrucción sistemática, fue la intervención en una serie de vasijas neolíticas sobre las que pintó el emblema de la Coca Cola. Esculturas realizadas con bicicletas, sillas o viejas puertas de la dinastia Ming, mesas que se pliegan en el suelo, enormes instalaciones con burbujas de porcelana o una instalación consistente en sustituir el agua de los estanques del pabellón Mies van der Rohe de Barcelona por leche y café. Cada obra de Ai tiene un porqué en el diálogo intenso y crítico que lleva años realizando tanto con la tradición artística china y occidental como con el entorno social y cultural en el que ésta surge y se exhibe.
Espíritu rebelde
Hijo de uno de los grandes poetas chinos del siglo XX, Ai Qing, que fue depurado durante la revolución cultural y enviado a limpiar letrinas en la región musulmana de Xinjiang, Ai Weiwei parece llevar en la sangre el espíritu rebelde y la conciencia social. Por eso, cuando pudo regresar con su familia a su Pekín natal, comenzó a estudiar cinematografía y al poco, en 1979, fue uno de los fundadores del grupo Stars (Xingxing), un colectivo de artistas que en un entorno cultural formalmente académico y dirigista promovía un arte individualista y de raiz vanguardista. El ambiente, pero, era asfixiante y en 1981, dos años antes de que las autoridades disolvieran el grupo, emigró a Estados Unidos. En Nueva York trabajó en lo que pudo y realizó estudios informales, pero sobre todo descubrió el arte contemporáneo, desde la obra de Marcel Duchamp, que está siempre en la trastienda de su trabajo, al trabajo de los artistas pop, minimalistas o conceptuales. Ahí aprendió, ha explicado, que la habilidad no es suficiente para que una obra sea realmente significativa. Falta una idea.
Cuando regresó diez años más tarde a China llevaba encima todo un bagaje que compartió con otros artistas convirtiéndose en cierta manera en el patriarca del arte chino contemporáneo. Su prestigio dentro, como es de suponer contestado en otros círculos, ha corrido paralelo a la repercusión que su trabajo ha ido teniendo en el exterior, en donde han podido verse obras suyas en citas tan emblemáticas como la Bienal de Venecia de 1999 (la del desembarco chino en Europa) o la última Documenta de Kassel, en donde su intervención consistió en invitar a 1001 compatriotas a que, por rigurosos turnos pequeños, pasarán algunos días en la ciudad alemana. En España se ha podido ver obra suya en diversas colectivas, en una individual en Madrid en la galería de Yvory Press, proyecto de Elena Ochoa, y con la instalación antes citada en Barcelona.
Ai, que también es crítico, comisario y diseñador, ha sido uno de los artistas más influyentes y poderosos en el cada vez más interesante entorno del arte contemporáneo chino, pero cuando ha querido utilizar este prestigio y visibilidad para denunciar la falta de libertades del régimen ha empezado a tener problemas. Demolición de su estudio, arrestos domiciliarios, problemas con la policía. Cuentan que en su país algunos colegas le acusan de utilizar su enfrentamiento con las autoridades como una operación de marketing para subir la cotización de su obra, pero parece una mirada un poco mezquina teniendo en cuenta su labor incansable de denuncia y si se tiene en cuenta, además, aunque bien situado no está entre los más vendidos ni su obra es lo suficientemente complaciente para satisfacer al coleccionismo de nuevos ricos que está proliferando en el país.
Cuando estuvo en Barcelona, en octubre de 2009, para presentar su instalación en la Fundación Mies van der Rohe, aún tenía el rastro de la operación en la cabeza que tuvieron que hacerle de urgencia en Suiza a raíz de los golpes que la policia china le había propinado semanas atrás. Desde su blog, seguido por miles de compatriotas, denuncia los abusos de poder, amplifica el trabajo de otros activistas e intenta combatir lo que, a su juicio, es la "amoralidad" del gobierno. Se mostró muy desconfiado respecto a una posible respuesta occidental y apuntó la posibilidad de que el gobierno chino se "inventara" razones económicas para encerrarlo en prisión, como tal vez podría haber pasado. Quedan pocos artistas actuales capaces de combinar con esta dignidad y firmeza la autoexigencia artística y el afán de compromiso social.
Catalina Serra, Barcelona: Ai Weiwei, un iconoclasta con conciencia, EL PAÍS, 8 de abril de 2011