Chardin, el afán de labrar un mundo propio
El Prado acoge una excepcional muestra de Chardin, cuyo respeto por los objetos cotidianos no deja todavía de sorprender
Junto al cono que forman las fresas silvestres hay un vaso de agua. Otro puede verse, en un cuadro de esos mismos años, al lado de una cafetera de barro. Cristal y agua, doble tentación para muchos pintores: multiplicando transparencias, brillos y reflejos, llegan a olvidar la sencilla presencia del objeto, reduciéndolo a pretexto para mostrar su virtuosismo. En Chardin ocurre justo lo contrario: en ambos cuadros el vaso reposa en sí mismo, consistente, sereno. Lo altera sólo el entorno: la luz difusa del cuadro de las fresas hace que agua y vidrio se pueblen, arriba, de reflejos rojos y recojan, abajo, el blanco de los claveles, mientras en el otro lienzo, la transparencia del vaso es sobre todo contraste con la opaca reserva del barro vidriado, aunque abajo se fusione, en un reflejo, con los blancos de una cabeza de ajo.
Esta atención (y respeto) prestada por Chardin al objeto cotidiano desconcertó en su época y continuó sorprendiendo en las siguientes. Diderot supo ver entonces este valor: "Su estilo es áspero y muy duro -escribe a su amigo Grimm en 1761-, una naturaleza ruin, vulgar y doméstica", pero (añade unos años más tarde) "si fija en su imaginación el efecto que produce y relaciona después con este modelo todo lo que vea, esté seguro de que habrá encontrado el secreto de estar excepcionalmente satisfecho". Tal vez algo de esa satisfacción alumbre en las obras de dos pintores modernos, Cézanne y Morandi.
Se ha insistido mucho en la originalidad de las naturalezas muertas de Chardin: al evitar el esplendor del bodegón holandés y la religiosidad de la vanitas, su mirada, se dice, es la de una naciente burguesía media. Pero tal interpretación sociológica quizá pase por alto lo mejor. Chardin abandona la sensualidad del objeto delicado y el alimento suntuoso, y renuncia al aura del misterio; la luz y el color de sus obras ni son reclamo de opulencia ni intromisión del más allá, sino que brotan de los mismos objetos, los hacen crecer, sólidos, sobre severos y desnudos planos horizontales, y muestran su potencia ante silenciosos fondos verticales. No son piezas de un mundo ajeno, sea éste el de la ambición o el de la caducidad, sino levantan uno propio. Sólo son cosas, pero por eso mismo, lejos de amueblar el mundo, logran literalmente formarlo.
Un bodegón que la exposición muestra en solitario, La tabaquera, sintetiza lo dicho. Es ya atractivo formalmente: la delgada caña de la pipa es una diagonal que anima la firmeza del cofre y contrasta con la vertical de la jarra situada en la división áurea de la horizontal del cuadro. Pero su escueta poética brota sobre todo de la relación que establecen entre sí los objetos que sintetizan con orgullo el gozo de vivir. Poco importa que el cofre quizá se alargue más de lo que requiere su tapa: lo decisivo es que las cosas en conjunto hablan de un modesto pero intenso entusiasmo de vivir.
Tal vez ese entusiasmo inspire el ensimismamiento de sus personajes. En una época en la que héroes mitológicos o históricos derrochan ademanes para que el espectador recomponga la narración de sus gestas, y en un tiempo en el que las bellas adolescentes de Greuze hacían maliciosa gala de sentimientos de mujer, las figuras de Chardin, sencillas y domésticas, muestran ante todo poseer un mundo propio: desde el joven que mira, tenso y satisfecho, el baile de la peonza, hasta la mujer y las niñas de La bendición. Hay en esas figuras un cuidado de sí, una atención a sí mismas que las sitúa por encima de la sublimidad del héroe y de la sensualidad que reclama la época. Tal vez este cuidado de sí mismo lo sinteticen las breves tablas en las que un muchacho se concentra en el dibujo de un modelo que tiene ante sí fijado en la pared. El aprendiz, de espaldas, volcado sobre la carpeta de dibujo, sugiere empeño más que habilidad, intensidad hacia sí más que destreza ante los otros.
La exposición de Chardin es, pues, cita obligada. El breve formato de sus obras hace olvidar las deficiencias de las salas de la ampliación del Prado (patentes en la otra muestra, dedicada a las obras de juventud de Ribera) y la desazón que produce la narración trazada en la planta baja del edificio Villanueva, que mezcla a Goya (pinturas negras y cuadros del dos de mayo) con la retórica de los pintores académicos del XIX español. Madrid, pese al impacto de la crisis, ofrece otras visitas de interés: abundante y diversa reflexión sobre la relación entre arte y política, en el Museo Reina Sofía, y un cuidado despliegue, aunque quizá algo extenso, del arte geométrico latinoamericano (Fundación Juan March). Las Heroínas del Museo Thyssen forman un fresco que por querer agradar resulta confuso, pero en el que no faltan cuadros que merece la pena ver.
Chardin, 1699-1779. Museo del Prado. Madrid. Hasta el próximo 29 de mayo.
Junto al cono que forman las fresas silvestres hay un vaso de agua. Otro puede verse, en un cuadro de esos mismos años, al lado de una cafetera de barro. Cristal y agua, doble tentación para muchos pintores: multiplicando transparencias, brillos y reflejos, llegan a olvidar la sencilla presencia del objeto, reduciéndolo a pretexto para mostrar su virtuosismo. En Chardin ocurre justo lo contrario: en ambos cuadros el vaso reposa en sí mismo, consistente, sereno. Lo altera sólo el entorno: la luz difusa del cuadro de las fresas hace que agua y vidrio se pueblen, arriba, de reflejos rojos y recojan, abajo, el blanco de los claveles, mientras en el otro lienzo, la transparencia del vaso es sobre todo contraste con la opaca reserva del barro vidriado, aunque abajo se fusione, en un reflejo, con los blancos de una cabeza de ajo.
Esta atención (y respeto) prestada por Chardin al objeto cotidiano desconcertó en su época y continuó sorprendiendo en las siguientes. Diderot supo ver entonces este valor: "Su estilo es áspero y muy duro -escribe a su amigo Grimm en 1761-, una naturaleza ruin, vulgar y doméstica", pero (añade unos años más tarde) "si fija en su imaginación el efecto que produce y relaciona después con este modelo todo lo que vea, esté seguro de que habrá encontrado el secreto de estar excepcionalmente satisfecho". Tal vez algo de esa satisfacción alumbre en las obras de dos pintores modernos, Cézanne y Morandi.
Se ha insistido mucho en la originalidad de las naturalezas muertas de Chardin: al evitar el esplendor del bodegón holandés y la religiosidad de la vanitas, su mirada, se dice, es la de una naciente burguesía media. Pero tal interpretación sociológica quizá pase por alto lo mejor. Chardin abandona la sensualidad del objeto delicado y el alimento suntuoso, y renuncia al aura del misterio; la luz y el color de sus obras ni son reclamo de opulencia ni intromisión del más allá, sino que brotan de los mismos objetos, los hacen crecer, sólidos, sobre severos y desnudos planos horizontales, y muestran su potencia ante silenciosos fondos verticales. No son piezas de un mundo ajeno, sea éste el de la ambición o el de la caducidad, sino levantan uno propio. Sólo son cosas, pero por eso mismo, lejos de amueblar el mundo, logran literalmente formarlo.
Un bodegón que la exposición muestra en solitario, La tabaquera, sintetiza lo dicho. Es ya atractivo formalmente: la delgada caña de la pipa es una diagonal que anima la firmeza del cofre y contrasta con la vertical de la jarra situada en la división áurea de la horizontal del cuadro. Pero su escueta poética brota sobre todo de la relación que establecen entre sí los objetos que sintetizan con orgullo el gozo de vivir. Poco importa que el cofre quizá se alargue más de lo que requiere su tapa: lo decisivo es que las cosas en conjunto hablan de un modesto pero intenso entusiasmo de vivir.
Tal vez ese entusiasmo inspire el ensimismamiento de sus personajes. En una época en la que héroes mitológicos o históricos derrochan ademanes para que el espectador recomponga la narración de sus gestas, y en un tiempo en el que las bellas adolescentes de Greuze hacían maliciosa gala de sentimientos de mujer, las figuras de Chardin, sencillas y domésticas, muestran ante todo poseer un mundo propio: desde el joven que mira, tenso y satisfecho, el baile de la peonza, hasta la mujer y las niñas de La bendición. Hay en esas figuras un cuidado de sí, una atención a sí mismas que las sitúa por encima de la sublimidad del héroe y de la sensualidad que reclama la época. Tal vez este cuidado de sí mismo lo sinteticen las breves tablas en las que un muchacho se concentra en el dibujo de un modelo que tiene ante sí fijado en la pared. El aprendiz, de espaldas, volcado sobre la carpeta de dibujo, sugiere empeño más que habilidad, intensidad hacia sí más que destreza ante los otros.
La exposición de Chardin es, pues, cita obligada. El breve formato de sus obras hace olvidar las deficiencias de las salas de la ampliación del Prado (patentes en la otra muestra, dedicada a las obras de juventud de Ribera) y la desazón que produce la narración trazada en la planta baja del edificio Villanueva, que mezcla a Goya (pinturas negras y cuadros del dos de mayo) con la retórica de los pintores académicos del XIX español. Madrid, pese al impacto de la crisis, ofrece otras visitas de interés: abundante y diversa reflexión sobre la relación entre arte y política, en el Museo Reina Sofía, y un cuidado despliegue, aunque quizá algo extenso, del arte geométrico latinoamericano (Fundación Juan March). Las Heroínas del Museo Thyssen forman un fresco que por querer agradar resulta confuso, pero en el que no faltan cuadros que merece la pena ver.
Chardin, 1699-1779. Museo del Prado. Madrid. Hasta el próximo 29 de mayo.