Nueva York hace cola por el «amour fou» de Picasso y Marie-Thérèse
La galería Gagosian de la calle 21 está entre las Avenidas Décima y Undécima, en el salvaje oeste de Manhattan. Es la clase de entorno en el que normalmente se exponen artistas en grado de tentativa, artistas de a ver qué pasa. Pero la marca de la casa Gagosian es precisamente meter a los clásicos en un espacio descaradamente intimista, colgar sus cuadros de la pared como si acabaran de empezar. Y funciona, vaya si funciona. El jueves pasado la cola daba la vuelta a la manzana para asistir a la inauguración de la exposición «Picasso y Marie-Thérèse: L’amour fou».
La cola no sólo era larga, sino exquisita. Mucho tacón de vértigo con suela roja, mucho diseño divino de la muerte. Pero hasta los más superficiales entraban en trance en la galería llena de retratos de Marie-Thérèse Walter, los pintados por Picasso y los de la vida real, aportados por la familia. La exposición constituye un brillante ejercicio conceptual, en la línea del anterior gran éxito de la Gagosian, la muestra «Picasso: Mosqueteros», que comisarió en 2009 John Richardson, insigne cómplice y biógrafo del artista. Esta vez también encontramos la mano de Richardson, al alimón con la de Diana Widmaier Picasso, nieta de Picasso y de Marie-Thérèse.
«Picasso nunca se casó con Marie-Thérèse, aunque estuvo a punto de hacerlo un par de veces, pero ella fue más esposa que sus esposas. Le daba aceptación incondicional y sosiego». ¿Una especie de Penélope?, le preguntamos. Al biógrafo y comisario se le encienden los ojos: «¡Justo! La tenía presente incluso en la distancia, estaba con Dora Maar, que es una relación posterior, y pintaba retratos de Marie-Thérèse».
Es verdad que cuando se ven juntos estos retratos sorprende la calidad de la paz que desprenden. La persistente obsesión pero también confianza con que Picasso pinta una y otra vez a la joven de 17 años que encontró por las calles de París en 1927 —él tenía 46— y a la que tuvo que arrastrar a una librería para enseñarle un libro con obras suyas y persuadirla de que era pintor. Ella ni siquiera conocía su nombre.
Se inicia así una larga y complicada relación clandestina que arranca en lo más oscuro del matrimonio de Picasso con Olga Khokhlova y, atravesando sucesivos cambios de rasante y de formato, se prolongará hasta la muerte del pintor en brazos de su segunda mujer, Jacqueline Roque, y el suicidio de Marie-Thérèse cuatro años después. Marie-Thérèse pasó de ser Circe a ser Penélope, de amante invisible a esposa y madre secreta (su hija Maya nació en 1935) que aguardaba en el campo a que su hombre se desahogara con otras en la ciudad. Ella pierde la partida frente a mujeres más chispeantes y excéntricas, pero el genio siempre cede a la añoranza de su inmensa cápsula de sosiego que ella teje y desteje a su alrededor.
Amor masónico
No es una sorpresa que en muchos retratos Marie-Thérèse aparezca por alusiones, representada por símbolos tan intrincados como los de la masonería. Habrá que esperar hasta la vasta retrospectiva de Picasso que la galería Georges Petit organiza en 1932 para que la influencia de Marie-Thérèse en el arte de su amante devenga incontenible e inocultable. Aún así en casi todos los retratos seguirá apareciendo, más que sola, abismada en su soledad, uncida a roles inmensamente pasivos, casi estólidos, cuando no enfrentada con crudo dramatismo a sus rivales amorosas. En este imaginario Marie-Thérèse es siempre un rayo de pureza y de luz, un ideal que lo mismo recorre el pavor del Guernica que da alas a las ambiciones escultóricas del pintor.
Preside la muestra un poema-carta que Picasso escribió a Marie-Thérèse el 28 de julio de 1936, donde las iniciales «MT» se cruzan como espadas: «Te veo frente a mí adorable paisaje MT/y nunca me canso de mirarte/tumbada de espaldas en la arena/mi querida MT, te amo/MT my devorador sol naciente/tú estás siempre en mí, MT madre de acres y chispeantes perfumes de jazmín/te amo más que al sabor de tu boca/más que a tu mirada, más que a tu mano/más que a tu entero cuerpo, más y más/y más y más de lo que todo mi amor por ti va a ser capaz de amar nunca y esto lo firma Picasso».
La cola no sólo era larga, sino exquisita. Mucho tacón de vértigo con suela roja, mucho diseño divino de la muerte. Pero hasta los más superficiales entraban en trance en la galería llena de retratos de Marie-Thérèse Walter, los pintados por Picasso y los de la vida real, aportados por la familia. La exposición constituye un brillante ejercicio conceptual, en la línea del anterior gran éxito de la Gagosian, la muestra «Picasso: Mosqueteros», que comisarió en 2009 John Richardson, insigne cómplice y biógrafo del artista. Esta vez también encontramos la mano de Richardson, al alimón con la de Diana Widmaier Picasso, nieta de Picasso y de Marie-Thérèse.
«Picasso nunca se casó con Marie-Thérèse, aunque estuvo a punto de hacerlo un par de veces, pero ella fue más esposa que sus esposas. Le daba aceptación incondicional y sosiego». ¿Una especie de Penélope?, le preguntamos. Al biógrafo y comisario se le encienden los ojos: «¡Justo! La tenía presente incluso en la distancia, estaba con Dora Maar, que es una relación posterior, y pintaba retratos de Marie-Thérèse».
Es verdad que cuando se ven juntos estos retratos sorprende la calidad de la paz que desprenden. La persistente obsesión pero también confianza con que Picasso pinta una y otra vez a la joven de 17 años que encontró por las calles de París en 1927 —él tenía 46— y a la que tuvo que arrastrar a una librería para enseñarle un libro con obras suyas y persuadirla de que era pintor. Ella ni siquiera conocía su nombre.
Se inicia así una larga y complicada relación clandestina que arranca en lo más oscuro del matrimonio de Picasso con Olga Khokhlova y, atravesando sucesivos cambios de rasante y de formato, se prolongará hasta la muerte del pintor en brazos de su segunda mujer, Jacqueline Roque, y el suicidio de Marie-Thérèse cuatro años después. Marie-Thérèse pasó de ser Circe a ser Penélope, de amante invisible a esposa y madre secreta (su hija Maya nació en 1935) que aguardaba en el campo a que su hombre se desahogara con otras en la ciudad. Ella pierde la partida frente a mujeres más chispeantes y excéntricas, pero el genio siempre cede a la añoranza de su inmensa cápsula de sosiego que ella teje y desteje a su alrededor.
Amor masónico
No es una sorpresa que en muchos retratos Marie-Thérèse aparezca por alusiones, representada por símbolos tan intrincados como los de la masonería. Habrá que esperar hasta la vasta retrospectiva de Picasso que la galería Georges Petit organiza en 1932 para que la influencia de Marie-Thérèse en el arte de su amante devenga incontenible e inocultable. Aún así en casi todos los retratos seguirá apareciendo, más que sola, abismada en su soledad, uncida a roles inmensamente pasivos, casi estólidos, cuando no enfrentada con crudo dramatismo a sus rivales amorosas. En este imaginario Marie-Thérèse es siempre un rayo de pureza y de luz, un ideal que lo mismo recorre el pavor del Guernica que da alas a las ambiciones escultóricas del pintor.
Preside la muestra un poema-carta que Picasso escribió a Marie-Thérèse el 28 de julio de 1936, donde las iniciales «MT» se cruzan como espadas: «Te veo frente a mí adorable paisaje MT/y nunca me canso de mirarte/tumbada de espaldas en la arena/mi querida MT, te amo/MT my devorador sol naciente/tú estás siempre en mí, MT madre de acres y chispeantes perfumes de jazmín/te amo más que al sabor de tu boca/más que a tu mirada, más que a tu mano/más que a tu entero cuerpo, más y más/y más y más de lo que todo mi amor por ti va a ser capaz de amar nunca y esto lo firma Picasso».
Anna Grau, Nueva York: Nueva York hace cola por el «amour fou» de Picasso y Marie-Thérèse, ABC, 19 de abril de 2011