Manet, el 'enfant terrible
Una muestra en el Museo de Orsay revela la inesperada modernidad del pintor
Antes de ser carne de merchandising, Édouard Manet fue un revolucionario. Mucho antes de decorar comedores y de resultar imprescindible en toda colección pública que se precie, el pintor francés logró contrariar profundamente a su época, poco abierta a sus reproducciones de la vida moderna a tamaño casi natural. Es la tesis de Manet, inventor de lo moderno, retrospectiva inaugurada ayer en el Museo de Orsay, que facilita al visitante un nuevo prisma para contemplar la creación de Manet. A los que hoy le tratan de vaca sagrada, la exposición les responde que antes fue enfant terrible.
La pintura decimonónica seguía persiguiendo una proyección platónica de la realidad, un momento de recreación sensorial que pudiera servir de antídoto contra la brutalidad del mundo. Al espectador ajeno a la abstracción y el expresionismo, los cuadros de Manet le parecieron pornografía pura. "Fusionó esa idea generalizada sobre la pintura con una inspección novedosa de la sociedad de la época, introduciendo la vida moderna dentro del marco de sus cuadros", afirma el comisario de la muestra, Stéphane Guégan. Por ejemplo, enmarcando sus retratos en cervecerías y cabarets, en los que se escucha el roce de la seda de sus cantantes callejeras, bailarinas de music hall y otras mujeres de vida más o menos alegre.
Heredero romántico
El escándalo estalló con Desayuno sobre la hierba, presentada en 1863 en el Salón de los Rechazados, donde exponían todos los parias arrinconados por el establishment. A esas alturas, a nadie le debía trastornar excesivamente un desnudo femenino, pero sí que junto a sus Venus de mirada ausente posaran señores vestidos hasta el cuello. Por si fuera poco, a Manet no le podía importar menos la perspectiva clásica. La crítica rechazó el cuadro por su "composición absurda". Gustó más a escritores como Baudelaire, Zola y Mallarmé, que vieron en Manet una traducción de su imaginario claroscuro y de las costumbres de la vida contemporánea, como demuestra ahora la exposición.
Pocos años después, el mismo salón parisiense se convertiría en laboratorio de ideas del impresionismo. Manet se distanció conscientemente de esa corriente pictórica, rechazando incluso exponer junto a sus colegas contemporáneos, hasta el punto de ser tratado de traidor por Degas. "Pese a lo que se suele decir, Manet fue un heredero del romanticismo, mucho más que un precursor del impresionismo", sostiene Stéphane Guégan. Sufriendo por su carácter marginal, el pintor se obstinó en ser reconocido, sin llegar a conseguirlo nunca del todo. A medida que se hacía mayor, alternó sus grandes obras casi experimentales con retratos más ligeros y banales, así como una larga serie de bodegones que terminaría despreciando.
Pese a todo, Manet nunca renegó de su propuesta. Un par de años antes de morir y 20 después de la polémica provocada por su lienzo más conocido volvió a generar revuelo con El bar del Folies-Bergère (1881), otro juego imposible de perspectivas y personajes desaparecidos. Demostró así que la pintura no tenía que seguir sujeta a la tradición y que podía inscribirse, por obra y arte del pintor, en una especie de universo paralelo.
La exposición también se detiene en la parte menos conocida de su obra, inspeccionando la pintura histórica y religiosa, poco vista en Europa y prestada para la ocasión por museos estadounidenses. Manet retrató a los grandes políticos de su época en el espacio público y pintó a Cristo como un vulgar fiambre que presentaba los primeros síntomas de descomposición.
Tal vez no sea extraño, tratándose de un hombre que calificaba la religión como "la mayor ficción del espíritu humano". Su madre había sido la ahijada del rey de Suecia. Él murió con una pierna amputada por la sífilis.
Antes de ser carne de merchandising, Édouard Manet fue un revolucionario. Mucho antes de decorar comedores y de resultar imprescindible en toda colección pública que se precie, el pintor francés logró contrariar profundamente a su época, poco abierta a sus reproducciones de la vida moderna a tamaño casi natural. Es la tesis de Manet, inventor de lo moderno, retrospectiva inaugurada ayer en el Museo de Orsay, que facilita al visitante un nuevo prisma para contemplar la creación de Manet. A los que hoy le tratan de vaca sagrada, la exposición les responde que antes fue enfant terrible.
La pintura decimonónica seguía persiguiendo una proyección platónica de la realidad, un momento de recreación sensorial que pudiera servir de antídoto contra la brutalidad del mundo. Al espectador ajeno a la abstracción y el expresionismo, los cuadros de Manet le parecieron pornografía pura. "Fusionó esa idea generalizada sobre la pintura con una inspección novedosa de la sociedad de la época, introduciendo la vida moderna dentro del marco de sus cuadros", afirma el comisario de la muestra, Stéphane Guégan. Por ejemplo, enmarcando sus retratos en cervecerías y cabarets, en los que se escucha el roce de la seda de sus cantantes callejeras, bailarinas de music hall y otras mujeres de vida más o menos alegre.
Heredero romántico
El escándalo estalló con Desayuno sobre la hierba, presentada en 1863 en el Salón de los Rechazados, donde exponían todos los parias arrinconados por el establishment. A esas alturas, a nadie le debía trastornar excesivamente un desnudo femenino, pero sí que junto a sus Venus de mirada ausente posaran señores vestidos hasta el cuello. Por si fuera poco, a Manet no le podía importar menos la perspectiva clásica. La crítica rechazó el cuadro por su "composición absurda". Gustó más a escritores como Baudelaire, Zola y Mallarmé, que vieron en Manet una traducción de su imaginario claroscuro y de las costumbres de la vida contemporánea, como demuestra ahora la exposición.
Pocos años después, el mismo salón parisiense se convertiría en laboratorio de ideas del impresionismo. Manet se distanció conscientemente de esa corriente pictórica, rechazando incluso exponer junto a sus colegas contemporáneos, hasta el punto de ser tratado de traidor por Degas. "Pese a lo que se suele decir, Manet fue un heredero del romanticismo, mucho más que un precursor del impresionismo", sostiene Stéphane Guégan. Sufriendo por su carácter marginal, el pintor se obstinó en ser reconocido, sin llegar a conseguirlo nunca del todo. A medida que se hacía mayor, alternó sus grandes obras casi experimentales con retratos más ligeros y banales, así como una larga serie de bodegones que terminaría despreciando.
Pese a todo, Manet nunca renegó de su propuesta. Un par de años antes de morir y 20 después de la polémica provocada por su lienzo más conocido volvió a generar revuelo con El bar del Folies-Bergère (1881), otro juego imposible de perspectivas y personajes desaparecidos. Demostró así que la pintura no tenía que seguir sujeta a la tradición y que podía inscribirse, por obra y arte del pintor, en una especie de universo paralelo.
La exposición también se detiene en la parte menos conocida de su obra, inspeccionando la pintura histórica y religiosa, poco vista en Europa y prestada para la ocasión por museos estadounidenses. Manet retrató a los grandes políticos de su época en el espacio público y pintó a Cristo como un vulgar fiambre que presentaba los primeros síntomas de descomposición.
Tal vez no sea extraño, tratándose de un hombre que calificaba la religión como "la mayor ficción del espíritu humano". Su madre había sido la ahijada del rey de Suecia. Él murió con una pierna amputada por la sífilis.
Álex Vicente, París: Manet, el 'enfant terrible', Público, 5 de abril de 2011