La Historia se derrumba

Después de los derrumbes provocados por las lluvias recientes en la ciudad del Vesubio, el arqueólogo relata que el problema persiste desde que en el XVIII se comenzó a dejar a la intemperie

Los millones de visitantes que cada año entran en Pompeya y recorren sus calles, apenas ven una mínima parte de lo que hoy día emerge de la ciudad sepultada por la erupción del 79 d. C. La tragedia, descrita por Plinio el Joven en una carta a Tácito, tuvo lugar durante el principado del emperador Tito Flavio Sabino Vespasiano, más conocido como Tito. Modernamente, oleadas de viajeros de todo el mundo, en grupos numerosos y guiados a toda prisa, acceden por la Porta Marina, contemplan el Foro, transcurren por la Via della Abondanza, desde la que hacen un pequeño desvío para oír algunos comentarios pícaros en un minúsculo lupanar, vuelven al teatro, descansan en la cafetería… y ya han visto una de las ciudades antiguas más famosas del mundo. Sin duda, la visita a Pompeya, aunque solamente sea unas horas, deja multitud de recuerdos: las huellas de los carros en el pavimento de las calles, los perros vagabundos que acompañan a los turistas desde que llegan, los moldes en yeso de los que no pudieron huir o de quienes tuvieron la osadía de adentrarse en plena catástrofe para intentar el saqueo de una ciudad que estaba siendo abandonada. Todo es nuevo y desconocido para el visitante. Nunca hubieran podido imaginar que pasearían por las calles de una ciudad de hace dos mil años.

Pero detrás de la visita deslumbrante se esconde una tragedia poco conocida: gran parte de los edificios que quedaron protegidos bajo la «nevada negra» de ceniza volcánica han sufrido toda clase de daños con el transcurso del tiempo, después de excavados en época moderna. Las casas con sus paredes estucadas y decoradas con pinturas, que maravillaron a los estudiosos de la antigüedad desde el siglo XVIII, no se conservan de la forma en que salieron cuando fueron excavadas. De las pinturas murales apenas ha sobrevivido poco más de un diez por ciento. Los grafitos y carteles electorales que se veían en las fachadas de las casas, los conocemos hoy por dibujos y, en el mejor de los casos, por fotografías. Aquí y allá quedan restos arruinados de los toldillos que se ponían en los años treinta para proteger algunos estucos o carteles de la luz del sol, que acabaría por borrarlos. Poco a poco multitud de edificios se han ido disolviendo como terrones de azúcar, sin que se haya podido hacer apenas nada eficaz para su protección.

El origen de la destrucción

De vez en cuando —y la última vez fue en 2008— las autoridades italianas proclaman que este lugar, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se encuentra en estado de emergencia. Pero la destrucción es imparable desde que empezó a excavase en el siglo XVIII.

El debate acerca de las medidas más eficaces para evitar la destrucción de Pompeya comienza ya en los inicios de las excavaciones. Por ello, la primera casa que se sacó a la luz en tiempos de Carlos III, que fue el complejo termal y residencial de Julia Felix, cerca del anfiteatro, volvió a cubrirse después de que fuera debidamente dibujada por los ingenieros militares que trabajaban en esta empresa. Pero ha sido en épocas recientes cuando se ha vuelto a desenterrar y desde entonces la lluvia, el calor intenso y las inclemencias del tiempo han ido degradando su estructura para convertirse en una de las zonas peligrosas para el visitante.

En casos como este tenemos el núcleo central del debate, que siempre ha estado flotando en la conservación de las ciudades sepultadas por el Vesubio. En un principio, cuando la corte de Nápoles estaba organizada en torno a un gran proyecto de excavación, se seleccionaban las pinturas, se cortaban y se llevaban enmarcadas y sobre losas de pizarra al museo que Carlos III había comenzado a reunir en el recién construido Palacio de Portici. Pero la ciudad entera no cabe en un edificio y pronto comienzan los cualificados viajeros del Gran Tour a emitir toda clase de juicios y opiniones sobre la manera más acertada de proteger la ciudad.

Uno de ellos es el vizconde de Chateaubriand, quien comenta en sus Viagesque «los edificios descubiertos en Pompeya se arruinarán pronto; pues, aunque las cenizas que los trabaron los han conservado, perecerán al aire si no se trata de mantenerlos o repararlos. Sólo los monumentos públicos, edificados a gran costa con granito y mármol han resistido en todos los países a la acción del tiempo; pero las habitaciones domésticas, las villas, propiamente dichas, se han desplomado, porque la fortuna de los particulares no les permite levantar obras que luchen con los siglos».

Las bombas en 1943

Desde entonces hasta nuestros días no ha cambiado gran cosa el debate, pero si se han agudizado, y mucho, las circunstancias. El visitante ocasional apenas conoce que una inmensa parte de la ciudad que él no ve fue excavada en los años veinte y treinta en un inmenso proyecto auspiciado por Mussolini, que quería mostrar en este y en otros lugares las grandezas del Imperio. Pero el exceso de superficie excavada hizo que Pompeya fuera, a partir de ese momento, mucho más difícil de conservar con la frescura e integridad con que había salido a la luz.

Tampoco conoce el visitante que durante la Segunda Guerra Mundial la ciudad romana fue bombardeada, dejando un panorama de desolación que superaba con mucho al producido por las inclemencias del tiempo. Todavía en la Casa del Fauno se ve —aunque suele pasar desapercibido— un enorme proyectil de hierro. Más de ciento cincuenta cayeron en la ciudad y algunas zonas están desde entonces acotadas e inaccesibles a los visitantes. Una de estas casas, en la que excava desde hace cuatro años la Universidad Complutense de Madrid y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, sufrió el impacto de nada menos que tres bombas el día 23 de agosto de 1943. El suma y sigue de la destrucción tiene toda clase de episodios, pero es difícil imaginar que una ciudad deshabitada, como era Pompeya, fuese un objetivo al que arrojar nada menos que 159 bombas de gran calibre.

Las palabras de Chateaubriand son válidas aún hoy día. Pero a ellas habría que añadir algunas reflexiones. Se trata de una ciudad sin habitantes, sin contribuyentes, sin que los propietarios de las casas estén continuamente reparando aquí una grieta y allí una gotera. Las casas están con sus paredes pintadas y sus enlucidos sometidas a la acción de las inclemencias naturales del tiempo. Pompeya es una ciudad sin habitantes que la conserven, pero acosada por millones de visitantes a los que a veces tienta el deseo de llevarse un recuerdo. Se arrancan estucos, se escriben nombres, fechas y toda clase de ocurrencias en las paredes romanas, sin que los vigilantes alcancen a evitarlo en todos los casos.

Una reflexión de los profesionales que trabajan en Pompeya nos trasmitía con desolación que había cien casas pompeyanas que necesitaban restauración urgente. Pero, si se quiere hacer un trabajo con las suficientes garantías, no se pueden concluir, con los actuales presupuestos, más de dos casas cada año. Es decir, a las últimas les llegaría el turno dentro de cincuenta años. Es cierto que se necesitan cuantiosas sumas para conservar las ciudades vesubianas. También se requieren arqueólogos, arquitectos, restauradores y operarios muy cualificados, y en Pompeya los hay. Además, son numerosos los países que contribuyen a estudiar y documentar unos lugares que son desde hace siglos el mayor referente de la arqueología romana. En los últimos días Pompeya ha sido noticia porque se han destruido dos paramentos murarios. Es triste, pero quizás este episodio sirva para incrementar unos presupuestos cada vez más menguados y aumentar el número de profesionales, que es a todas luces insuficiente.

Juan Luzón Nogué (arqueólog): La Historia se derrumba, ABC, 4 de diciembre de 2010