Arquitecturas de exposición

Debiera ser fácil ponerse de acuerdo sobre algunas características y consecuencias que sobre la ciudad y la arquitectura han tenido desde mediados del siglo XIX las llamadas exposiciones universales, con sus diferentes apéndices internacionales o temáticos. Es posible que una primera aproximación permita contemplarlas como acontecimientos efímeros, también en relación a sus arquitecturas y a las transformaciones urbanas generadas, cuando eso ha ocurrido. Pero se trata de una peculiar interpretación y uso de lo efímero que afecta tanto a lo local como a lo universal, a sus acepciones y significados simbólicos, muchas veces contradictorios entre sí. Es decir, estamos ante espacios y arquitecturas, contenidos y usos, atrapados en una doble condición inquietante de lo efímero: la de su breve duración en el tiempo y la de la provisionalidad de lo construido; o, dicho de otro modo, la de la fragilidad y obsolescencia de los contenidos y la de la ficción de la representación y su consumo acrítico y ágil, ligero y leve en su pretendida trascendencia, más allá de su duración en la memoria y la anticipación de futuras propuestas tanto arquitectónicas como culturales y políticas, no siempre felices.
Interior del Crystal Palace, 1851
Bajo un invernadero. En este sentido, no es sólo metafórico que la considerada primera Exposición Universal, la de Londres de 1851, fuera cobijada bajo un invernadero cambiado de escala, el famoso y efímero Crystal Palace, diseñado en Hyde Park para no durar por Joseph Paxton, famoso constructor de dispositivos semejantes. Levantado en hierro y cristal, con piezas prefabricadas y desmontables, como después continuaría haciéndose en exposiciones posteriores, el Palacio de Cristal se convirtió en una gigantesca arquitectura de jardín que cobijaba -para simularlos imperecederos- la naturaleza del parque -con profético y consciente sentido ecológico- y el bazar simbólico de sus contenidos: un canto primaveral al libre mercado, al progreso de las naciones y al desarrollo industrial y tecnológico, a sus novedades, incluidas las arquitectónicas.

De hecho, los jardines siempre fueron metáforas del mundo, equilibrios imposibles entre arquitectura y Naturaleza, pero dichos y diseñados por los dueños del jardín, propaganda de sí mismos, autobiografías encerradas entre cosas y aguas, plantas y paseantes. Es verdad que en la exposiciones universales hay un cambio de escala, pero el dueño de cada una sigue dictando y colocando los puntos y las comas en el papel del espacio en el que se levantan, como describiera que «escribía», ya en el siglo XVIII, un célebre diseñador de jardines como «Capability» Brown. Y no caben dudas sobre el hecho de que esas características genéricas, cambiantes con el paso de los años, no se han modificado sustancialmente. Aunque el empeño haya sido casi siempre un fiasco, desmentido tozudamente por la Historia: todavía hoy el lema-ficción en Shanghai es, como es conocido, «Mejor ciudad, mejor vida». No haré comentario alguno.

Primavera eterna. Mantener en una eterna primavera el mercado y sus sueños, incluyendo la Naturaleza y el habitar roto por las metrópolis -parece que nacidas para considerarnos a todos eternos nómadas-, enmarcados en artificios arquitectónicos siempre nuevos y paralelos a lo real, en utopías de consuelo construidas con los más modernos e insólitos materiales y composiciones, acompañados del placer marcado de la visita distraída por el bazar de los contenidos, con el espectador convertido en usuario persuadido y seducido por las bondades expuestas y por las diferentes propagandas nacionales, política, comercial e ideológicamente planificadas, no ha cambiado sustancialmente.

Cabe recordar en este sentido que las exposiciones universales, sus edificios y contenidos, recibieron siempre críticas sobre sus últimos significados, aunque, a la postre, no sirvieron sino para consolidar su canónica intencionalidad, tan poco cambiante después de siglo y medio, que concita el entusiasmo masivo ante sus periódicas apariciones. Me refiero, y es sólo un ejemplo, a cuando en la de París de 1878, se presentó parte del regalo que la Francia «masónica» iba a hacer a los EE.UU., la Estatua de la Libertad. El fragmento era la cabeza colosal de la escultura que habría de levantarse en la isla de Ellis, y se podía entrar en ella, como parte del espectáculo siempre efímero de estos universos. Los visitantes anónimos fueron capaces por una vez de ser certeros, y era cotidiano que al entrar en ella confirmaran que habían descubierto que la cabeza de la libertad carecía de cerebro. ¡Fascinante!, como en un carnaval, como en un mundo al revés, que es lo que ilustran estos acontecimientos.Torre Eiffel, 1889

También es sabido que esa voluntaria reducción y renuncia a la permanencia es la que los convierte en activos recursos de la memoria, en laboratorios de ideas, formas y comportamientos predeterminados, en estados de la cuestión y anticipaciones de promesas casi nunca cumplidas, aunque quedan siempre testimonios gráficos de algunas arquitecturas distintas, ensayos a contracorriente en espacios densos de banalidades, ciertas intuiciones de formas y lenguajes, rescoldos críticos cargados de novedades.

El mundo de carnaval. Son como un sueño, cuando no se trata de pesadillas o de mundos al revés, carnavales que celebran los mitos del progreso, la paz, la cultura y la civilización universales, y los ridiculizan con su misma presencia o mediante la risa, el espectáculo placentero, la parodia y los tópicos de contenido nacional o directamente beligerante. ¿Cómo no recordar que a una de las pocas arquitecturas memorables que han resistido a un acontecimiento semejante, la Torre Eiffel (1889) en París, la quisieron disfrazar de absurda escultura o de columna honoraria en proyectos presentados para la Exposición de 1900? Y es que no hay mayor contradicción que la búsqueda de un consenso entre lo nacional y lo universal, entre la vida real y su simulacro. Es más, juntos en un mismo espacio, el de la exposiciones universales o internacionales, son y han sido casi siempre presagio o glosa de un conflicto, de una tensión, de los cañones Krupp a la presencia del Pabellón Español de 1937, al lado del de la Alemania nazi o de la Rusia soviética, o a la irritante permanencia del vulgar Atomium de la Exposición de Bruselas de 1958.

Sería una tentación proponer que las exposiciones universales o internacionales no son sino una prolongación simbólica de las fiestas trágicamente triunfales, ceremoniales, rituales o conmemorativas del Antiguo Régimen, pero cabe pensar que lo son. Es decir, la ocasión temporal de transformar teatralmente la vida cotidiana y real, enmascarándola en forma de espectáculo y propaganda a mayor gloria del poder político o religioso. Aunque incluso aquéllas sirvieron como ensayos de nuevas arquitecturas y lenguajes: lo efímero urbano se ha convertido en efímero universal, la ciudad suplantada por la ficción de lo global. Aún así, queda la memoria de algunas arquitecturas. Otras, mejor no recordarlas.

Delfín Rodríguez: Arquitecturas de exposición, ABCD Las Artes y Las Letras, nº 947, 2 de mayo de 2010