El gran museo del arte como espectáculo
Apenas había transcurrido una hora desde que la Tate Modern abrió sus puertas, el 12 de mayo de 2000, y más de cinco mil personas ya habían desfilado por sus instalaciones en la orilla sur del Támesis. La anécdota da una medida de su éxito inmediato. Diez años después, sus logros se han afinado; con este centro, el nuevo milenio ofrecía por fin a Londres un gran imán de arte contemporáneo a la altura de la importancia cultural y financiera de la metrópoli.
El arranque se demostraría síntoma. La Tate Modern se ha convertido en este tiempo en el museo de referencia de la cultura de masas. En su décimo aniversario, la Tate Modern presenta el balance de 45 millones de visitantes -por delante del Centro Pompidou parisiense y del MoMA neoyorquino- y es el segundo enclave más reclamado en una ciudad repleta de atracciones turísticas. El arte como espectáculo o la redefinición de una galería para las audiencias del siglo XXI.
El museo sustentó sus pilares en la colección de obras contemporáneas que integraba los fondos del grupo Tate, pero el principal reclamo fue y sigue siendo la magnífica sede del SouthBank, la antigua estación eléctrica remodelada por el despacho de arquitectos suizos Herzog & de Meuron. Un espacio de perfil moderno y democrático, centro cultural al tiempo que lúdico, con esa rampa de la Sala de Turbinas escenificando el acceso gratuito (una invitación a entrar) o las cristaleras que coronan el edificio y brindan estupendas vistas al río. Frente a quienes reprochan que muchos museos de nuestra era encarnan una celebración de la arquitectura por encima del mismo arte, la Tate Modern puede esgrimir una programación sólida y heterogénea, destinada a cautivar a todo tipo de públicos.
Las muestras dedicadas a Edward Hopper, Andy Warhol, Frida Kahlo, Kandinsky y, en primer lugar, al pulso entre dos gigantes del modernismo (Matisse / Picasso, 2002), fueron las que gozaron de mayor aceptación. También la exhibición de las últimas obras de Mark Rothko, nueve de ellas propiedad de los mismos fondos de la Tate Modern, esforzada en la búsqueda de nuevos formatos para subrayar el poderío de su colección permanente. Que en una década de singladura haya destacado la figura individual del artista por encima de los movimientos que lo enmarcan obedece al "sello" del español Vicente Todolí, director del museo a lo largo de los últimos siete años y ahora a punto de abandonar el barco antes de la nueva etapa de ampliación de la Tate. "Nunca hemos adoptado una actitud paternalista o condescendiente, ni hemos hecho creer al público que el arte contemporáneo es algo que está por encima suyo", declaraba recientemente a este diario para explicar las razones del éxito de unos de los museos emblemáticos del siglo XXI.
Quizá la mejor síntesis entre efervescencia artística y gancho popular se haga evidente en la espectacular Sala de Turbinas de la Tate, uno de los espacios más innovadores del panorama museístico. La serie Unilever invita cada temporada a una figura del arte a interpretar sus más de 3.400 metros cuadrados de superficie, inaugurados en 2000 por Louis Bourgeois y su araña gigante de acero Maman.
Le tomaron el relevo las enigmáticas figuras humanas que el español Juan Muñoz (fallecido poco después) ubicó en espacios geométricos a varios niveles, la inmensa campana escarlata de Anish Kapoor o la profunda brecha que la colombiana Doris Salcedo abrió en el suelo de la galería para subrayar las tensiones culturales de nuestro tiempo. Otras propuestas tuvieron mayor o menor aceptación entre la crítica, pero la respuesta de público ha sido siempre masiva. Pocos son los visitantes del nuevo Londres que no acaban recalando en la Sala de Turbinas, y por eso su marco desplegará a lo largo del próximo fin de semana un festival, con la participación de 70 colectivos experimentales e innovadores, en una celebración de los 10 años.
La presión de los números fuerza a crecer y expandirse; si los estragos de la recesión permiten estrenar ampliación de la sede -obra también de Herzog & de Meu-ron- coincidiendo con los Juegos Olímpicos de 2012. La nueva extensión busca un museo más amplio y flexible, aunque no un aumento significativo de las exposiciones que desborde a la institución. La Tate Modern no quiere arriesgarse a acabar víctima de su propio éxito.
Patricia Tubella, Londres: El gran museo del arte como espectáculo, EL PAÍS, 12 de mayo de 2010
El arranque se demostraría síntoma. La Tate Modern se ha convertido en este tiempo en el museo de referencia de la cultura de masas. En su décimo aniversario, la Tate Modern presenta el balance de 45 millones de visitantes -por delante del Centro Pompidou parisiense y del MoMA neoyorquino- y es el segundo enclave más reclamado en una ciudad repleta de atracciones turísticas. El arte como espectáculo o la redefinición de una galería para las audiencias del siglo XXI.
El museo sustentó sus pilares en la colección de obras contemporáneas que integraba los fondos del grupo Tate, pero el principal reclamo fue y sigue siendo la magnífica sede del SouthBank, la antigua estación eléctrica remodelada por el despacho de arquitectos suizos Herzog & de Meuron. Un espacio de perfil moderno y democrático, centro cultural al tiempo que lúdico, con esa rampa de la Sala de Turbinas escenificando el acceso gratuito (una invitación a entrar) o las cristaleras que coronan el edificio y brindan estupendas vistas al río. Frente a quienes reprochan que muchos museos de nuestra era encarnan una celebración de la arquitectura por encima del mismo arte, la Tate Modern puede esgrimir una programación sólida y heterogénea, destinada a cautivar a todo tipo de públicos.
Las muestras dedicadas a Edward Hopper, Andy Warhol, Frida Kahlo, Kandinsky y, en primer lugar, al pulso entre dos gigantes del modernismo (Matisse / Picasso, 2002), fueron las que gozaron de mayor aceptación. También la exhibición de las últimas obras de Mark Rothko, nueve de ellas propiedad de los mismos fondos de la Tate Modern, esforzada en la búsqueda de nuevos formatos para subrayar el poderío de su colección permanente. Que en una década de singladura haya destacado la figura individual del artista por encima de los movimientos que lo enmarcan obedece al "sello" del español Vicente Todolí, director del museo a lo largo de los últimos siete años y ahora a punto de abandonar el barco antes de la nueva etapa de ampliación de la Tate. "Nunca hemos adoptado una actitud paternalista o condescendiente, ni hemos hecho creer al público que el arte contemporáneo es algo que está por encima suyo", declaraba recientemente a este diario para explicar las razones del éxito de unos de los museos emblemáticos del siglo XXI.
Quizá la mejor síntesis entre efervescencia artística y gancho popular se haga evidente en la espectacular Sala de Turbinas de la Tate, uno de los espacios más innovadores del panorama museístico. La serie Unilever invita cada temporada a una figura del arte a interpretar sus más de 3.400 metros cuadrados de superficie, inaugurados en 2000 por Louis Bourgeois y su araña gigante de acero Maman.
Le tomaron el relevo las enigmáticas figuras humanas que el español Juan Muñoz (fallecido poco después) ubicó en espacios geométricos a varios niveles, la inmensa campana escarlata de Anish Kapoor o la profunda brecha que la colombiana Doris Salcedo abrió en el suelo de la galería para subrayar las tensiones culturales de nuestro tiempo. Otras propuestas tuvieron mayor o menor aceptación entre la crítica, pero la respuesta de público ha sido siempre masiva. Pocos son los visitantes del nuevo Londres que no acaban recalando en la Sala de Turbinas, y por eso su marco desplegará a lo largo del próximo fin de semana un festival, con la participación de 70 colectivos experimentales e innovadores, en una celebración de los 10 años.
La presión de los números fuerza a crecer y expandirse; si los estragos de la recesión permiten estrenar ampliación de la sede -obra también de Herzog & de Meu-ron- coincidiendo con los Juegos Olímpicos de 2012. La nueva extensión busca un museo más amplio y flexible, aunque no un aumento significativo de las exposiciones que desborde a la institución. La Tate Modern no quiere arriesgarse a acabar víctima de su propio éxito.
Patricia Tubella, Londres: El gran museo del arte como espectáculo, EL PAÍS, 12 de mayo de 2010