El arte escapa de los museos
Coincidiendo con la celebración, el 18 de mayo, del Día Internacional de los Museos, resulta interesante analizar la transformación de los usos y conceptos que los sustentan
Aunque la colección en general y el coleccionismo artístico se remontan a muy antiguo, los museos son una creación de nuestra revolucionaria época contemporánea. Así surgió el primero que merece calificarse como tal y, por tanto, el modelo que inspiró a todos los demás: el ya más de dos veces centenario Museo del Louvre, monumental contenedor estatal del patrimonio histórico-artístico de la nación, cuya identidad se empezó a fraguar en contraste no sólo del resto de las naciones, sino dotando al conjunto resultante de un valor universal. Significativamente, la extensión imperialista del modelo revolucionario francés, llevada a cabo por Bonaparte, estuvo jalonada por la creación de museos equivalentes al del Louvre en todos los países europeos que cayeron bajo el dominio napoleónico, como se pudo corroborar en España con el proyecto de creación del frustrado Museo Josefino, llamado así en honor a José I, el "rey intruso", al que, sin embargo, no se le puede negar su valor como antecedente del Museo del Prado, creado por Fernando VII en 1819. En todo caso, la mayor parte de los grandes museos históricos se fueron fundando a lo largo del siglo XIX, casi todos ellos cortados por ese mismo patrón de ser instituciones estatales de carácter público y, en principio, con un contenido de alcance que hoy denominaríamos enciclopédico, puesto que atesoraban toda clase de objetos de lo que entonces se consideraba arte. Sin que el Estado revolucionario hubiese asumido como su principal misión la educación de los ciudadanos hubiera resultado impensable la creación de esta peculiar institución museística, dedicada, por una parte, a la recolección, custodia, conservación, estudio y difusión de productos culturales, y, por otra, derivada de lo anterior, a su exhibición pública. De manera que asistimos a un movimiento de concentración centralizadora, pero para su posterior centrifugación máxima, una aparente contradicción cuya interpretación nos sigue atosigando en la actualidad.
Aunque el diseño conceptual básico del museo sigue hoy vigente, como toda institución reciente no ha dejado de experimentar cambios. En primer lugar, de contenido, que se ha tenido que especializar, no sólo por obvias razones funcionales, sino, sobre todo, por razones estéticas. Con esto último, lo que quiero señalar es que, si los museos públicos fueron una creación revolucionaria de nuestra época, también lo que llamamos hoy arte sólo relativamente tiene que ver con su concepto tradicional. No se trata sólo al respecto de que el concepto de arte se ha revolucionado al incluir en esta categoría un sinfín de cosas y casos que no estaban así consideradas en el pasado, sino que, como no podía ser menos, también hemos revolucionado el pasado mismo; esto es: que la sucesiva actualidad ha modificado sustancialmente el aparentemente estabilizado paisaje de lo histórico. En este sentido, muy pronto hubo que diferenciar entre lo contemporáneo, lo histórico y lo arqueológico, o lo que es lo mismo, distinguir y jerarquizar el valor del presente, el pasado, el ante-pasado y lo transversal.
El concepto de arte occidental fue un invento de los griegos de hacia el siglo VI antes de Cristo y se mantuvo vigente, aunque no sin intervalos históricos y polémicas, hasta aproximadamente el ecuador del siglo XVIII, lo que suma una duración de unos 25 siglos. Claro que, antes de los griegos, hubo no pocas obras y monumentos que, fuera cual fuera la intención original de sus creadores, hoy encuadramos como artísticos, pero la crucial aportación helénica al respecto fue la de añadir una nueva dimensión: la de que una obra de arte se define esencialmente por su relación con la Belleza, interpretada ésta desde una perspectiva objetiva; esto es: canónica. Quiero decir que los griegos pensaban que lo bello era algo no sólo ordenado, sino que respondía a un concepto matemático del orden. También señalaron que, en la medida de que una obra plástica narraba una historia, este orden matemático debía corresponderse con un sentido moral equivalente; es decir: que una obra de arte era bella por representar un orden formal, pero también por tratar de temas socialmente edificantes.
La revolución artística de nuestra época consistió, sin embargo, no tanto en repudiar el arte tradicional, sino en que, en lo sucesivo, el arte estuviese restringido a los límites antes descritos. Se opinó, por ejemplo, que la belleza no podía ser ya una perspectiva única y excluyente, porque se estaban produciendo muchas cosas desmesuradas y sorprendentes de las que también se podía y se debía dar un testimonio artístico. En cualquier caso, habiendo sustituido la libertad a la belleza como fundamento del arte, el ensanchamiento de éste no cesó de crecer, generándose, a lo largo de nuestra época, constantes redefiniciones de lo que se considera artístico. Esta indeterminación ha estado influyendo en lo que sucesivamente se va entendiendo como museo. En este sentido, primero se planteó la necesidad de crear un museo, en principio denominado "arqueológico", que acopiara las obras que se habían producido antes y al margen de los principios estéticos de los griegos; esto es: donde la colección correspondiente no estuviese limitada por encarnar el canon de belleza, sino por su antigüedad, criterio mucho más ambiguo o abierto. Luego, en la medida en que la producción artística de las sucesivas vanguardias tampoco se ajustaba al canon tradicional, lo que temporalmente produjo una comprensible perplejidad en el público, se creó otro modelo de museo, que llamamos "contemporáneo", esta vez especializado en cobijar lo que iba aportando el presente. Pero la división resultante del museo no quedó confinada a lo "arqueológico", lo "histórico" o lo "contemporáneo", porque, en la medida en que la perspectiva, no sólo de lo artístico, sino de la civilización misma se fue haciendo más amplia y elástica, surgió una nueva categoría, la del museo "antropológico", que incluía un sinfín de nuevos contenidos. Por lo demás, si cada uno de estos modelos generales de museo respondía a contenidos y objetos diferentes, es lógico que variase también su aspecto físico, sus criterios, su método de conservación y estudio, y, por supuesto, su manera de exhibición. Tampoco, en fin, podemos obviar que el área de lo museístico no se haya restringido en nuestra época sólo a lo que, de una forma o de otra, seguimos considerando como "artístico", porque hoy cualquier actividad humana puede generar su correspondiente museo, sea de carácter científico, cultural o simplemente recreativo.
Pero si lo museable no ha dejado de crecer de manera exponencial a lo largo de nuestra época, esta expansión contemporánea de los museos ha estado asimismo respaldada por una no menor del público visitante, que, sobre todo a partir de la llamada sociedad de consumo masivo y del fenómeno del turismo cultural, dedica una parte de su "ocio" a la visita a museos, muchos de los cuales, a partir aproximadamente de 1970, se ven progresivamente abarrotados.
¿Están, por consiguiente, hoy en crisis los museos? Si etimológicamente el término "crisis" significa "cambio", se puede afirmar que la crisis es connatural a la historia de los museos, que, no en balde, no han dejado de transformarse desde prácticamente su creación en los albores de nuestra época. Pero no se trata sólo de que la historia de los museos sea, por así decirlo, "crítica", sino que, viviendo en constante transformación física y conceptual, un museo que no esté o se ponga constantemente en crisis entra de inmediato en trance agónico. Si como cabe conjeturar, hoy en día, se puede estimar que hay quizá unos 100.000 museos de todo tipo censados en el mundo, se podrá colegir la hirviente agitación que comporta en la actualidad el aparato cultural de lo museístico.
De todas formas, centrándonos en el campo de lo artístico, se impone afrontar lo que significa su creciente centrifugación física y conceptual. Como no creo que nadie rechace que los museos artísticos se multipliquen, sean más visitados, perfeccionen sus servicios y se adapten mejor a su cambiante contenido, quizá haya que concentrar nuestra atención crítica más exigente en ahondar, en su sentido, que no se puede considerar como algo definitivamente cerrado. Por una parte, no hay que olvidar que el arte se desarrolló plenamente en todos los sentidos antes de que hubiera museos, y que, por tanto, no es disparatado imaginar que pudiera haber en el futuro un arte al margen del sentido convencional de museo. No se trata sólo de que pueda haber, como ya hoy proliferan, "museos al aire libre", ni que las fronteras temáticas hasta ahora establecidas puedan y deban ser mucho más porosas, sino que la idea misma de museo es un producto histórico y, como tal, que permanece en la medida en que las circunstancias que aconsejaron su creación se mantengan. Un instrumento cultural no puede convertirse en un fin. En realidad, ni siquiera el arte, como toda creación humana, tiene garantizada ninguna eternidad. Ahora bien, hay algo que el hombre no debe jamás ignorar: que es lo que es por lo que sucesivamente ha sido; esto es: por su pasado. Etimológicamente, el término "museo" significa "lugar de las musas"; o sea: lugar de la inspiración. ¿Es posible inspirarse, no obstante, sin memoria? La memoria es, desde luego, la madre de las musas, y más, si cabe, cuando se trata de "innovar". Sea como sea, lo que nos exige la inspiración no es "conservar" el pasado, sino ser fiel a su memoria.
Francisco Calvo Serraller, El arte escapa de los museos, El País - Babelia, 17 de mayo de 2008
Aunque la colección en general y el coleccionismo artístico se remontan a muy antiguo, los museos son una creación de nuestra revolucionaria época contemporánea. Así surgió el primero que merece calificarse como tal y, por tanto, el modelo que inspiró a todos los demás: el ya más de dos veces centenario Museo del Louvre, monumental contenedor estatal del patrimonio histórico-artístico de la nación, cuya identidad se empezó a fraguar en contraste no sólo del resto de las naciones, sino dotando al conjunto resultante de un valor universal. Significativamente, la extensión imperialista del modelo revolucionario francés, llevada a cabo por Bonaparte, estuvo jalonada por la creación de museos equivalentes al del Louvre en todos los países europeos que cayeron bajo el dominio napoleónico, como se pudo corroborar en España con el proyecto de creación del frustrado Museo Josefino, llamado así en honor a José I, el "rey intruso", al que, sin embargo, no se le puede negar su valor como antecedente del Museo del Prado, creado por Fernando VII en 1819. En todo caso, la mayor parte de los grandes museos históricos se fueron fundando a lo largo del siglo XIX, casi todos ellos cortados por ese mismo patrón de ser instituciones estatales de carácter público y, en principio, con un contenido de alcance que hoy denominaríamos enciclopédico, puesto que atesoraban toda clase de objetos de lo que entonces se consideraba arte. Sin que el Estado revolucionario hubiese asumido como su principal misión la educación de los ciudadanos hubiera resultado impensable la creación de esta peculiar institución museística, dedicada, por una parte, a la recolección, custodia, conservación, estudio y difusión de productos culturales, y, por otra, derivada de lo anterior, a su exhibición pública. De manera que asistimos a un movimiento de concentración centralizadora, pero para su posterior centrifugación máxima, una aparente contradicción cuya interpretación nos sigue atosigando en la actualidad.
Interior del Museo Thyssen-Bornemisza. Ricardo Gutiérrez
Aunque el diseño conceptual básico del museo sigue hoy vigente, como toda institución reciente no ha dejado de experimentar cambios. En primer lugar, de contenido, que se ha tenido que especializar, no sólo por obvias razones funcionales, sino, sobre todo, por razones estéticas. Con esto último, lo que quiero señalar es que, si los museos públicos fueron una creación revolucionaria de nuestra época, también lo que llamamos hoy arte sólo relativamente tiene que ver con su concepto tradicional. No se trata sólo al respecto de que el concepto de arte se ha revolucionado al incluir en esta categoría un sinfín de cosas y casos que no estaban así consideradas en el pasado, sino que, como no podía ser menos, también hemos revolucionado el pasado mismo; esto es: que la sucesiva actualidad ha modificado sustancialmente el aparentemente estabilizado paisaje de lo histórico. En este sentido, muy pronto hubo que diferenciar entre lo contemporáneo, lo histórico y lo arqueológico, o lo que es lo mismo, distinguir y jerarquizar el valor del presente, el pasado, el ante-pasado y lo transversal.
El concepto de arte occidental fue un invento de los griegos de hacia el siglo VI antes de Cristo y se mantuvo vigente, aunque no sin intervalos históricos y polémicas, hasta aproximadamente el ecuador del siglo XVIII, lo que suma una duración de unos 25 siglos. Claro que, antes de los griegos, hubo no pocas obras y monumentos que, fuera cual fuera la intención original de sus creadores, hoy encuadramos como artísticos, pero la crucial aportación helénica al respecto fue la de añadir una nueva dimensión: la de que una obra de arte se define esencialmente por su relación con la Belleza, interpretada ésta desde una perspectiva objetiva; esto es: canónica. Quiero decir que los griegos pensaban que lo bello era algo no sólo ordenado, sino que respondía a un concepto matemático del orden. También señalaron que, en la medida de que una obra plástica narraba una historia, este orden matemático debía corresponderse con un sentido moral equivalente; es decir: que una obra de arte era bella por representar un orden formal, pero también por tratar de temas socialmente edificantes.
La revolución artística de nuestra época consistió, sin embargo, no tanto en repudiar el arte tradicional, sino en que, en lo sucesivo, el arte estuviese restringido a los límites antes descritos. Se opinó, por ejemplo, que la belleza no podía ser ya una perspectiva única y excluyente, porque se estaban produciendo muchas cosas desmesuradas y sorprendentes de las que también se podía y se debía dar un testimonio artístico. En cualquier caso, habiendo sustituido la libertad a la belleza como fundamento del arte, el ensanchamiento de éste no cesó de crecer, generándose, a lo largo de nuestra época, constantes redefiniciones de lo que se considera artístico. Esta indeterminación ha estado influyendo en lo que sucesivamente se va entendiendo como museo. En este sentido, primero se planteó la necesidad de crear un museo, en principio denominado "arqueológico", que acopiara las obras que se habían producido antes y al margen de los principios estéticos de los griegos; esto es: donde la colección correspondiente no estuviese limitada por encarnar el canon de belleza, sino por su antigüedad, criterio mucho más ambiguo o abierto. Luego, en la medida en que la producción artística de las sucesivas vanguardias tampoco se ajustaba al canon tradicional, lo que temporalmente produjo una comprensible perplejidad en el público, se creó otro modelo de museo, que llamamos "contemporáneo", esta vez especializado en cobijar lo que iba aportando el presente. Pero la división resultante del museo no quedó confinada a lo "arqueológico", lo "histórico" o lo "contemporáneo", porque, en la medida en que la perspectiva, no sólo de lo artístico, sino de la civilización misma se fue haciendo más amplia y elástica, surgió una nueva categoría, la del museo "antropológico", que incluía un sinfín de nuevos contenidos. Por lo demás, si cada uno de estos modelos generales de museo respondía a contenidos y objetos diferentes, es lógico que variase también su aspecto físico, sus criterios, su método de conservación y estudio, y, por supuesto, su manera de exhibición. Tampoco, en fin, podemos obviar que el área de lo museístico no se haya restringido en nuestra época sólo a lo que, de una forma o de otra, seguimos considerando como "artístico", porque hoy cualquier actividad humana puede generar su correspondiente museo, sea de carácter científico, cultural o simplemente recreativo.
Pero si lo museable no ha dejado de crecer de manera exponencial a lo largo de nuestra época, esta expansión contemporánea de los museos ha estado asimismo respaldada por una no menor del público visitante, que, sobre todo a partir de la llamada sociedad de consumo masivo y del fenómeno del turismo cultural, dedica una parte de su "ocio" a la visita a museos, muchos de los cuales, a partir aproximadamente de 1970, se ven progresivamente abarrotados.
¿Están, por consiguiente, hoy en crisis los museos? Si etimológicamente el término "crisis" significa "cambio", se puede afirmar que la crisis es connatural a la historia de los museos, que, no en balde, no han dejado de transformarse desde prácticamente su creación en los albores de nuestra época. Pero no se trata sólo de que la historia de los museos sea, por así decirlo, "crítica", sino que, viviendo en constante transformación física y conceptual, un museo que no esté o se ponga constantemente en crisis entra de inmediato en trance agónico. Si como cabe conjeturar, hoy en día, se puede estimar que hay quizá unos 100.000 museos de todo tipo censados en el mundo, se podrá colegir la hirviente agitación que comporta en la actualidad el aparato cultural de lo museístico.
De todas formas, centrándonos en el campo de lo artístico, se impone afrontar lo que significa su creciente centrifugación física y conceptual. Como no creo que nadie rechace que los museos artísticos se multipliquen, sean más visitados, perfeccionen sus servicios y se adapten mejor a su cambiante contenido, quizá haya que concentrar nuestra atención crítica más exigente en ahondar, en su sentido, que no se puede considerar como algo definitivamente cerrado. Por una parte, no hay que olvidar que el arte se desarrolló plenamente en todos los sentidos antes de que hubiera museos, y que, por tanto, no es disparatado imaginar que pudiera haber en el futuro un arte al margen del sentido convencional de museo. No se trata sólo de que pueda haber, como ya hoy proliferan, "museos al aire libre", ni que las fronteras temáticas hasta ahora establecidas puedan y deban ser mucho más porosas, sino que la idea misma de museo es un producto histórico y, como tal, que permanece en la medida en que las circunstancias que aconsejaron su creación se mantengan. Un instrumento cultural no puede convertirse en un fin. En realidad, ni siquiera el arte, como toda creación humana, tiene garantizada ninguna eternidad. Ahora bien, hay algo que el hombre no debe jamás ignorar: que es lo que es por lo que sucesivamente ha sido; esto es: por su pasado. Etimológicamente, el término "museo" significa "lugar de las musas"; o sea: lugar de la inspiración. ¿Es posible inspirarse, no obstante, sin memoria? La memoria es, desde luego, la madre de las musas, y más, si cabe, cuando se trata de "innovar". Sea como sea, lo que nos exige la inspiración no es "conservar" el pasado, sino ser fiel a su memoria.
Francisco Calvo Serraller, El arte escapa de los museos, El País - Babelia, 17 de mayo de 2008