La niña que no entendía el mundo
Testigo y protagonista del devenir artístico del siglo XX, la incansable niña de 96 años Louise Bourgeois (París, 1911) recibe algunos domingos, en su casa de Nueva York, a un selecto grupo de seguidores. Éste es uno de esos domingosv
Louise Bourgeois, una de las artistas esenciales del siglo XX, está a punto de dar comienzo a su célebre salón. A las tres en punto, una mujer que lleva el pelo cortado a lo garçon abre la puerta y pide a los invitados que la sigan hasta una sala en penumbra que da a un jardín. La artista, de 96 años de edad, aguarda sentada delante de una mesa. Su postura hierática hace pensar en sus esfinges talladas en mármol. Robert Storr, el prestigioso profesor de Yale, uno de los mejores conocedores de su obra, explica el ritual a seguir en el salón.
No es fácil resumir el universo de Louise Bourgeois. La ritualización de traumas infantiles, como el abandono por parte de su padre y la exploración de los abismos de la sexualidad, son sólo dos aspectos. Robert Mapplethorpe atrapó su enigmática personalidad en una foto en la que la artista, con el rostro acuchillado por las arrugas, sonríe mientras sostiene bajo el brazo una escultura que reproduce la forma de un falo de gran tamaño. Otras tallas igualmente impactantes son los híbridos de felino y mujer, dotadas de numerosos pechos, los miembros ortopédicos, las pesadillas arquitectónicas, las celdas donde los objetos cotidianos adquieren significados siniestros.
Pese a lo inquietante de estos símbolos, el mundo al que remiten no es necesariamente ominoso. Se trata más bien de señales que tratan de orientar a quienes se sienten perdidos en zonas de la experiencia para las que no hay un nombre definido. Uno de sus iconos más reconocibles son las arañas, que pueden alcanzar 10 metros de altura. El espacio que se abre entre sus patas gigantescas se configura como un entorno protector.
Las formas creadas por la imaginación visual de Louise Bourgeois se cuelan por entre las grietas de nuestra percepción, magnificando nuestras angustias más profundas. Sus escritos nos ayudan a acercarnos a los límites de su conciencia desgarrada. "En realidad", leemos en su diario, "nunca he dejado de ser una niña incapaz de entender el mundo, aunque jamás he encontrado a nadie lo suficientemente fuerte como para aceptarlo". Sólo que el mundo no se deja atrapar, no ofrece consuelo ni significado, y la única opción que le queda a la artista es disolver su biografía. "No tengo vida propia, mi autobiografía son mis obras".
Louise Joséphine Bourgeois nació en París el día de Navidad de 1911. Cuando tenía ocho años, sus padres adquirieron una propiedad a orillas del Biévre, río de aguas ricas en taninos, muy apreciadas para teñir telas para tapices. Los primeros en ver florecer su capacidad artística fueron maestros tapiceros. Ellos le encargaron sus primeros dibujos, cuando tenía apenas 12 años de edad. Se formó acudiendo a diversos estudios y academias de París. A los 28 años contrajo matrimonio con Robert Goldwater, conocido historiador del arte, y se trasladó a Nueva York con carácter permanente. Louise Bourgeois se sumergió de lleno en el mundo artístico de la ciudad.
Entre sus amigos figurarían nombres como Clement Greenberg, Leo Castelli, Peggy Guggenheim, Pierre Matisse, John Cage, Willem de Kooning, Franz Kline, Mark Rothko, Marcel Duchamp, Max Ernst, Giacometti, Yves Tanguy, Le Corbusier o Joan Miró, la historia viva del arte del siglo XX. Fue la primera mujer a la que el MoMA dedicó una retrospectiva.
Los invitados se van acomodando en sus lugares. Brigitte, la mujer que les abrió la puerta, les cuenta que la artista siente una gran simpatía por Barack Obama. En una mesa baja hay bombones y licores que nadie toca. Las paredes están llenas de recuerdos artísticos y testimonios fotográficos. La casa, el salón, el jardín, las escaleras, todo tiene un aire de decrepitud. Louise Bourgeois está sentada delante de una mesa. Lleva un gorro frigio, de color blanco, sayo gris, y un grueso arete de oro en la oreja izquierda. Se cubre el regazo con una manta roja. Su cuerpo es frágil y menudo. Su piel ha adquirido una transparencia que borra las arrugas. Más que una anciana parece una niña. Los ojos son dos ranuras finísimas, la boca parece un trazo de carbón.
Uno a uno, los asistentes se van acercando a la mesa desde la que la artista preside el salón para explicarle la razón por la que están allí. Alguien ha venido de París sólo para mostrarle unas fotos que ha sacado de la casa de campo donde la artista aprendió los rudimentos de su arte; una mujer le recita un poema porque hoy es el día de la madre; otra le muestra fotos de una carretera que pintó dejando que unos cubitos de pintura helada se fueran derritiendo al sol.
Joy, una chica muy joven, de rasgos orientales, le entrega un ramo de narcisos. Está tan emocionada que sólo es capaz de decir gracias. Louise Bourgeois se limita a clavar su mirada en quien le habla. Su cuerpo está allí, pero su alma sólo a medias. Tal vez le ocurra lo mismo que a su amigo Willem de Kooning. Cuando lo ponían delante del lienzo, su alzhéimer se aquietaba, y pintaba con una pureza desconocida porque lo hacía desde el otro lado de la vida. Alguien lee una fábula protagonizada por una mosca. Una profesora de literatura que se acaba de jubilar despliega unas láminas llenas de trazos abigarrados. Son obras literarias microscópicamente condensadas: El ser y la nada, de Sartre; el Infierno de Dante; una carta en un idioma inventado, cuya caligrafía remeda el alfabeto árabe. Intrigado, Robert Storr pide que le traigan una lupa. Es cierto, dice, tras examinar cuidadosamente una de las láminas, y le pasa la lente de aumento a la artista, que escruta el texto con la misma minuciosidad con que estudia los rostros de quienes han venido a verla. Anne, una mujer polaca que vive en Berlín y ha cogido un avión sólo para pasar unos minutos frente a ella, desnuda su alma como si no hubiera nadie más en la habitación.
Los ojos de Louise Bourgeois se abren levemente, como almendras cansadas. Nada existe cuando estás delante de ella. El universo se detiene para que la artista entienda qué haces tú allí. Nicole, una chica de Nueva Jersey, le regala una cebra diminuta, tallada en madera, que tiene una pierna humana. Louise Bourgeois sonríe, la única vez en toda la tarde, descubriendo unos dientes muy largos, y hace un comentario elogioso, pero enseguida vuelve a sellar su rostro. "Creo que esto es todo", dice Storr, pero la artista está mirando en mi dirección.
Le digo que he vivido durante 10 años en la misma calle que ella, que en mi novela hay una descripción imaginaria de su salón, en el que nunca había estado hasta hoy, que uno de los personajes es ella, sólo que con otro apellido. Quiere saber cuál. Lamarque, contesto. A las cuatro y veinte llega su hijo Jean Louis con su mujer. Es alto, y tiene el pelo muy largo, recogido en una coleta. Le trae un regalo por ser el Día de la Madre, dos paquetes de tapioca. Al igual que el resto de los objetos depositados en su mesa a lo largo de la tarde, caen en el vacío sin dejar huella, como los minutos de un reloj.
Nos indican que la artista está cansada y se quiere retirar. Durante años, la gente acudía a su salón para escucharla, pero su regalo de hoy ha sido el silencio. Seguramente, es el mejor recuerdo que nos podíamos llevar. Como ella misma escribió en su diario, "la tarea primordial de todo artista es alcanzar la perfección del silencio".
Louise Bourgeois, una de las artistas esenciales del siglo XX, está a punto de dar comienzo a su célebre salón. A las tres en punto, una mujer que lleva el pelo cortado a lo garçon abre la puerta y pide a los invitados que la sigan hasta una sala en penumbra que da a un jardín. La artista, de 96 años de edad, aguarda sentada delante de una mesa. Su postura hierática hace pensar en sus esfinges talladas en mármol. Robert Storr, el prestigioso profesor de Yale, uno de los mejores conocedores de su obra, explica el ritual a seguir en el salón.
No es fácil resumir el universo de Louise Bourgeois. La ritualización de traumas infantiles, como el abandono por parte de su padre y la exploración de los abismos de la sexualidad, son sólo dos aspectos. Robert Mapplethorpe atrapó su enigmática personalidad en una foto en la que la artista, con el rostro acuchillado por las arrugas, sonríe mientras sostiene bajo el brazo una escultura que reproduce la forma de un falo de gran tamaño. Otras tallas igualmente impactantes son los híbridos de felino y mujer, dotadas de numerosos pechos, los miembros ortopédicos, las pesadillas arquitectónicas, las celdas donde los objetos cotidianos adquieren significados siniestros.
Pese a lo inquietante de estos símbolos, el mundo al que remiten no es necesariamente ominoso. Se trata más bien de señales que tratan de orientar a quienes se sienten perdidos en zonas de la experiencia para las que no hay un nombre definido. Uno de sus iconos más reconocibles son las arañas, que pueden alcanzar 10 metros de altura. El espacio que se abre entre sus patas gigantescas se configura como un entorno protector.
Las formas creadas por la imaginación visual de Louise Bourgeois se cuelan por entre las grietas de nuestra percepción, magnificando nuestras angustias más profundas. Sus escritos nos ayudan a acercarnos a los límites de su conciencia desgarrada. "En realidad", leemos en su diario, "nunca he dejado de ser una niña incapaz de entender el mundo, aunque jamás he encontrado a nadie lo suficientemente fuerte como para aceptarlo". Sólo que el mundo no se deja atrapar, no ofrece consuelo ni significado, y la única opción que le queda a la artista es disolver su biografía. "No tengo vida propia, mi autobiografía son mis obras".
Louise Joséphine Bourgeois nació en París el día de Navidad de 1911. Cuando tenía ocho años, sus padres adquirieron una propiedad a orillas del Biévre, río de aguas ricas en taninos, muy apreciadas para teñir telas para tapices. Los primeros en ver florecer su capacidad artística fueron maestros tapiceros. Ellos le encargaron sus primeros dibujos, cuando tenía apenas 12 años de edad. Se formó acudiendo a diversos estudios y academias de París. A los 28 años contrajo matrimonio con Robert Goldwater, conocido historiador del arte, y se trasladó a Nueva York con carácter permanente. Louise Bourgeois se sumergió de lleno en el mundo artístico de la ciudad.
Entre sus amigos figurarían nombres como Clement Greenberg, Leo Castelli, Peggy Guggenheim, Pierre Matisse, John Cage, Willem de Kooning, Franz Kline, Mark Rothko, Marcel Duchamp, Max Ernst, Giacometti, Yves Tanguy, Le Corbusier o Joan Miró, la historia viva del arte del siglo XX. Fue la primera mujer a la que el MoMA dedicó una retrospectiva.
Los invitados se van acomodando en sus lugares. Brigitte, la mujer que les abrió la puerta, les cuenta que la artista siente una gran simpatía por Barack Obama. En una mesa baja hay bombones y licores que nadie toca. Las paredes están llenas de recuerdos artísticos y testimonios fotográficos. La casa, el salón, el jardín, las escaleras, todo tiene un aire de decrepitud. Louise Bourgeois está sentada delante de una mesa. Lleva un gorro frigio, de color blanco, sayo gris, y un grueso arete de oro en la oreja izquierda. Se cubre el regazo con una manta roja. Su cuerpo es frágil y menudo. Su piel ha adquirido una transparencia que borra las arrugas. Más que una anciana parece una niña. Los ojos son dos ranuras finísimas, la boca parece un trazo de carbón.
Uno a uno, los asistentes se van acercando a la mesa desde la que la artista preside el salón para explicarle la razón por la que están allí. Alguien ha venido de París sólo para mostrarle unas fotos que ha sacado de la casa de campo donde la artista aprendió los rudimentos de su arte; una mujer le recita un poema porque hoy es el día de la madre; otra le muestra fotos de una carretera que pintó dejando que unos cubitos de pintura helada se fueran derritiendo al sol.
Joy, una chica muy joven, de rasgos orientales, le entrega un ramo de narcisos. Está tan emocionada que sólo es capaz de decir gracias. Louise Bourgeois se limita a clavar su mirada en quien le habla. Su cuerpo está allí, pero su alma sólo a medias. Tal vez le ocurra lo mismo que a su amigo Willem de Kooning. Cuando lo ponían delante del lienzo, su alzhéimer se aquietaba, y pintaba con una pureza desconocida porque lo hacía desde el otro lado de la vida. Alguien lee una fábula protagonizada por una mosca. Una profesora de literatura que se acaba de jubilar despliega unas láminas llenas de trazos abigarrados. Son obras literarias microscópicamente condensadas: El ser y la nada, de Sartre; el Infierno de Dante; una carta en un idioma inventado, cuya caligrafía remeda el alfabeto árabe. Intrigado, Robert Storr pide que le traigan una lupa. Es cierto, dice, tras examinar cuidadosamente una de las láminas, y le pasa la lente de aumento a la artista, que escruta el texto con la misma minuciosidad con que estudia los rostros de quienes han venido a verla. Anne, una mujer polaca que vive en Berlín y ha cogido un avión sólo para pasar unos minutos frente a ella, desnuda su alma como si no hubiera nadie más en la habitación.
Los ojos de Louise Bourgeois se abren levemente, como almendras cansadas. Nada existe cuando estás delante de ella. El universo se detiene para que la artista entienda qué haces tú allí. Nicole, una chica de Nueva Jersey, le regala una cebra diminuta, tallada en madera, que tiene una pierna humana. Louise Bourgeois sonríe, la única vez en toda la tarde, descubriendo unos dientes muy largos, y hace un comentario elogioso, pero enseguida vuelve a sellar su rostro. "Creo que esto es todo", dice Storr, pero la artista está mirando en mi dirección.
Le digo que he vivido durante 10 años en la misma calle que ella, que en mi novela hay una descripción imaginaria de su salón, en el que nunca había estado hasta hoy, que uno de los personajes es ella, sólo que con otro apellido. Quiere saber cuál. Lamarque, contesto. A las cuatro y veinte llega su hijo Jean Louis con su mujer. Es alto, y tiene el pelo muy largo, recogido en una coleta. Le trae un regalo por ser el Día de la Madre, dos paquetes de tapioca. Al igual que el resto de los objetos depositados en su mesa a lo largo de la tarde, caen en el vacío sin dejar huella, como los minutos de un reloj.
Nos indican que la artista está cansada y se quiere retirar. Durante años, la gente acudía a su salón para escucharla, pero su regalo de hoy ha sido el silencio. Seguramente, es el mejor recuerdo que nos podíamos llevar. Como ella misma escribió en su diario, "la tarea primordial de todo artista es alcanzar la perfección del silencio".
Eduardo Lago, escritor y dirictor del Instituto Cervantes de Nueva York, La niña que no entendía el mundo, El País, 18 de mayo de 2008