Las caras de hace 500 años
Bellos, extraños, poderosos. Los artistas del Renacimiento lograron captar el alma en un rostro. Leonardo, Durero, Rafael. El Prado expone 70 obras maestras. La autora de ‘Quattrocento’ explora aquí el misterio del retrato renacentista. Por Susana Fortes.
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Mucho más que objetivos, lo que se necesita para vivir es un semblante”, escribió Elías Canetti. Detrás de cada cara hay un secreto, una historia que desconocemos y que necesitamos urgentemente conocer, cuando la contemplamos a solas en un cuadro. No es fácil explicar esa pulsión que late en algunos retratos, pero en la vida también hay rostros que ejercen sobre nosotros un poderoso influjo cuando nos los cruzamos en una calle o los vemos recortados a contraluz sobre la vidriera de un café. No es algo que tenga que ver con la belleza, sino con el misterio. A veces lo que nos llama la atención de un rostro es un detalle tan insignificante como el lóbulo de una oreja, o un punto blanco diminuto y brillante en las pupilas. La primera vez que contemplé de frente la Gioconda, no pensé en su sonrisa, que es un icono universal, sino en su voz. Me imaginé el tono grave, un tanto extraño en la mujer de un panadero, sorprendentemente bajo, un poco enronquecido, como el de Jean Moreau.
A veces basta una pincelada difuminada justo en el borde superior del labio como un soplo para que el retrato hable. La vida no es más que un soplo de aire, pero a través de él empiezan a asomarse el deseo o el dolor, la incertidumbre, el desprecio, la experiencia… Todas las máscaras del alma.
Pintar la voz es algo que sólo han conseguido los grandes genios como Leonardo. El retrato de Ginevra de Benci también participa de ese misterio. Hay algo en su rostro que inquieta. Tal vez su impavidez estática, la severidad de la expresión, el aire fantasmal. Era una mujer joven, ingeniosa, bella y rica, pero con mala suerte. Su familia pertenecía al círculo florentino de los elegidos que frecuentaban el palacio de los Médicis y de niña creció en el ambiente de la academia platónica y de las veladas literarias amenizadas por el poeta Poliziano y el filósofo Marsilio Ficino. De madrugada, con las antorchas encendidas, jóvenes de cabello largo y pupilas afiebradas recitaban poemas en la terraza de la villa Bruscoli hasta que el alba empezaba a tintar de rosa el cielo de Florencia, erizado de campanarios. Sin embargo, a la bella Ginevra no la casaron con ninguno de aquellos poetas, sino con un comerciante de paños cuando aún no había cumplido los 16 años. Durante mucho tiempo se pensó que el cuadro que le pintó Leonardo era un retrato de boda encargado por su marido. Pero hace poco se descubrió que el encargo procedió de un diplomático veneciano, llamado Bernardo Bembo, que llegó a Florencia como embajador en 1475. Un tipo de 40 años con esposa e hijo, que se enamoró perdidamente de esta muchacha. Tenían un lenguaje en clave para entenderse con violetas que la joven Ginevra dejaba caer deliberadamente de su seno mientras atravesaba la plaza de la Signoria. Durante cinco años vivieron un idilio intenso y secreto que acabó de forma abrupta cuando el brillante diplomático tuvo que abandonar Florencia, requerido por otras misiones de su cargo. El mismo día de su partida, Ginevra se retiró al campo y desapareció del mundo. Lo único que ha quedado de ella es el cuadro de Leonardo y un solo verso inmortal escrito de su puño y letra: “Pido clemencia; soy un tigre salvaje”. Hay que contemplar su retrato al amparo de estas palabras, pronunciadas tal vez con un timbre más oscuro que melancólico. La voz del retrato.
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Los pintores del Quattrocento sabían que no hay nada más profundo que la piel del rostro, y a menudo buscaban en ella la manifestación del destino, como se ve también en el bellísimo y misterioso retrato que Ghirlandaio le hizo a Giovanna Tornabuoni, probablemente después de muerta. Otro fantasma del deseo.
Pero el retrato no siempre refleja un paisaje íntimo, sino el espíritu de un tiempo. No hay testimonio más auténtico, inapelable y descarnado de la historia que la galería de retratos de los personajes de una época. Nada explica mejor el nacimiento de la burguesía en los Países Bajos, por ejemplo, que el retrato del matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck, con esa prosperidad de letras de cambio que da la interiorización de la riqueza como una forma de predestinación. Un sustrato ideológico que luego servirá de cuna al calvinismo. Sin embargo, esta clase de felicidad ordenada, con tabla de quesos y niebla en la ventana, no tiene nada que ver con la alegría solar del Quattrocento florentino representado por Botticelli, en La primavera o en El nacimiento de Venus. Su musa, Simonetta Vespucci, fue una joven bellísima que murió de tuberculosis a los 23 años. Pero cinco siglos después, hasta el último rincón de Florencia continúa habitado por su fantasma. Hay retratos de ella por toda la ciudad.
El retrato no sólo representó el sueño de la inmortalidad, sino también del poder. Muchos príncipes y hombres influyentes quisieron ser representados con lujosos atuendos, en posturas altivas y con expresión severa. No buscaban solamente ser recordados, sino también una exaltación de sí mismos y de su autoridad. Ahí está El emperador Carlos V a caballo, pintado por Tiziano, o el retrato de El cardenal desconocido de Rafael, un tipo flaco como un saúco –lo que ya resulta extraño tratándose de la casta cardenalicia– con una desconfianza casi imperceptible a la altura de los ojos. Parece como si escondiera un secreto y estuviera en guardia, precavido. Lo que resulta desconcertante del cuadro de Rafael es precisamente eso, que el retratado sabe perfectamente que su rostro será escudriñado a través de los siglos. Ocurre todo lo contrario que en las fotografías, porque la cámara es inmediata y no da la oportunidad al fotografiado de ensayar un gesto para la historia. En ambos casos, el terror del retratado es que el artista le robe el alma, o justamente la parte del alma que desearía ocultar.
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A la hora de proyectar una imagen, todos buscamos dar el mejor perfil. Hace un par de años, entre los innumerables rostros del Museo de los Uffizi, en Florencia, me atrajo poderosamente un retrato de perfil realizado por Piero della Francesca. Por más que me empeñaba, no lograba entender qué se escondía detrás de aquella mirada. No era envidia, ni ambición, ni melancolía, ni únicamente amargura. Era un sentimiento sin codificar. Nadie que haya visto ese retrato de Federico de Montefeltro podrá olvidarlo jamás. Hay caras que son el paisaje de una batalla perdida. Durante todo un invierno en Florencia, mientras escribía Quattrocento, no pude dejar de pensar en él, porque sabía que ese rostro cetrino, retratado de perfil con la nariz partida y ataviado con un bonete carmesí, ocultaba dentro una novela. Sin embargo hasta el final no descubrí que la otra mitad del rostro, que este personaje nunca se dejaba retratar, se hallaba desfigurada por una pica de torneo que le atravesó la mejilla descarnándole la boca y dejándole al aire unas encías de lobo. Algunos pintores tienen el don de indagar en el rostro de las personas y adivinar su comportamiento futuro. Una facultad que les puede permitir, por ejemplo, pronosticar una traición aún no fraguada. Quizá Piero della Francesca tuviera ese don del que habla Javier Marías en la primera parte de Tu rostro mañana. La lectura de este libro me acompañó por las calles de Florencia mientras buscaba, también yo, el rostro de un asesino.
El semblante es la parte más íntima que posee el artista, por eso la mayoría de los pintores se han hecho autorretratos. A partir del Renacimiento es raro el pintor que no haya dejado constancia de su imagen más o menos complaciente ante el espejo. Pero entre todos, tal vez Durero es el que consigue ir más allá del narcisismo, inventándose a sí mismo sólo con la mirada y un rictus insignificante en el entrecejo. Sus ojos no ofrecen promesas fáciles, pero tienen la cualidad de la precisión. Posee la elegancia en el porte de un halconero. Su autorretrato está tan vivo que se le oye respirar y al hacerlo encarna un tipo de decisión que nada tiene que ver con la ambición o la gloria, sino con un control férreo de la voluntad. Es un hombre que caza solo. Cualquiera que haya estado a solas delante de este cuadro sabe de lo que hablo.
Alberto Durero: 'Autorretrato'
El rostro humano es el mayor misterio. La cartografía completa de nuestra deriva por el mundo, todos los cruces de caminos, todas las distancias recorridas, todas las pasiones de la historia están en los retratos. Sólo hace falta mirar. Dice el escritor John Berger que uno mira siempre las pinturas con la esperanza de descubrir un secreto. “No un secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo descubre, seguirá siendo un secreto, porque, después de todo, no se puede traducir a palabras”.
‘El retrato del Renacimiento’. Museo del Prado, Madrid. Del 3 de junio al 7 de septiembre de 2008
Susana Fuertes, Las caras de hace 500 años, El País semanal, 25 de mayo de 2008
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El retrato de Renacimiento, El País - Fotogalería, 24 de mayo de 2008