El Reina Sofía rompe límites
El viaje comienza, cómo no, con Picasso, y su «Monumento a los españoles muertos por Francia» (1946-47). Porque el 31 de octubre 2010 el Museo Reina Sofía (MNCARS) cumple 20 años, y ABC recorre por primera vez las salas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta en su 4ª planta, que se están reordenando y que se inaugurarán dentro de pocas semanas. El director del Museo, Manuel Borja-Villel, ha planteado una relectura de la colección poniendo el arte español de esta época entre sombras a la luz del mejor arte internacional. Sólo así puede constatarse la enorme calidad de nuestros artistas, desde Arroyo a Saura, desde Tàpies a Antonio López, desde Esteban Vicente a Guerrero. Propone el fin de una visión de nuestro arte como excepción, en estrecha lectura política.
La codorniz, humor y arte
La crisis no limita (con) la imaginación. Y por ello hay que celebrar grandes incorporaciones, en forma de depósitos, donaciones y daciones, que vienen a completar un relato muy novedoso donde llama la atención que la revista «La Codorniz», refugio de grandes talentos, hijos del 27, haya anidado también en la historia del arte, aportando un humor que alumbró más allá de la posguerra.
Las primeras salas hablan de los campos de concentración, cuya visión marca los años cuarenta, con obras de Foutrier, Michaux... El graffiti marca una nueva manera de hollar el mundo. Se redescubre alguna artista como Josefa Toldrá, nunca antes expuesta en las salas.
Un paso adelante y entramos en la sala que comparte el intento de un arte fascista español, emparentado con el futurismo pero denostado por un régimen con ánimos más clasicistas. Siguen guiños a las ruinas de la posguerra y un vistazo al pictoricismo de Palencia, Sáenz de Tejada y el omnipresente Dalí, y después una incursión en su contrario —el incipiente arte antipictórico— y una inmersión en la primera imagen internacional de la España negra y anclada, en las fotos de Eugéne Smith y el legado Brassaï.
Justo detrás, llama a la puerta la vanguardia. El grupo Dau al set la reivindica (Klee, Kandinsky...) y vemos los primeros esfuerzos de Tàpies, Cuixart, Saura... desde un surrealismo enraizado en demonios kleenianos. También la escuela de Altamira, con el elemento primitivo, totémico. Son gente muy joven, que reacciona no tanto contra el franquismo rampante, sino contra aquel pictoricismo de los bodegones y las ruinas.
Ellos llevarán el arte español a una de sus tempranas victorias, en la Bienal de Venecia de 1958, que premió a Tàpies. Muchos de los oscuros cuadros que nos representaron allí comparten con otros la imponente sala: Saura, Feito, Canogar, Millares, Cuixart, Chirino. Muestran una España, más que negra, en blanco y negro. «Era lo que tocaba, pero estaba a la altura de lo que, a color, se hacía en el resto del mundo», según Borja-Villel.
Paralelamente, en otra sala menor, Palazuelo y Chillida se confrontan, ilustrando dos vetas místicas muy propias del arte español. Inmediatamente Oteiza abre otra línea del discurso, con su viaje a Sao Paulo y el reencuentro con el arte iberoamericano, que va a ser una de las grandes apuestas de futuro del Reina Sofía.
En este punto, el recorrido pide una cesura. Para ello se proyecta la película de Hitchcock «La ventana indiscreta». Sugiere un nuevo paradigma de la mirada, de la visión en los cincuenta. En dos sentidos, el que espía, que es la CIA; y por supuesto la cultura óptica, visual, como propaganda.
Y entonces se abre paso la gran pintura americana, en una sala impresionante, enriquecida con préstamos y depósitos (ante la crisis, Borja-Villel blande formas imaginativas de mejorar el museo). Llega la pintura del gesto, Franz Kline, Morris Louis, los campos de color, Motherwell, y un maravilloso Clyfford Still, junto a los Rothko, Sam Francis, Guerrero, Esteban Vicente, etc...
Mr. Marshall
Otra película, «Bienvenido Mr Marshall», ilustra la sala de «La Codorniz» y sus talentos, con Ramón a la cabeza. Del humor y Berlanga se pasa al neorrealismo. Y de ahí al compromiso político en la estampa popular, con nuevas adquisiciones donde lucen Pijoan o Ràfols.
Llegan los años sesenta y la entronización de la Escuela de Cuenca. En otra sala verdaderamente espectacular se contempla este hito de la pintura y cómo de ahí mana un nuevo conflicto entre la abstracción lírica (Zóbel) y nuevos rasgos de figuración (Saura, Tàpies). Contrapuestos a ellos, Millares, Arroyo y Greco dan luz a un nuevo empeño colectivo, gestual y caricaturesco. Y llega una figura bisagra: el chileno Matta. Junto a él, en sala aparte, Miró y Picasso acaban su obra, el grado cero de la pintura. Se acaba la clave Picasso (la grafía, el gesto) y llega la clave Duchamp (la impronta, el graffiti, el tiempo, los media). Importantes donaciones como «Pilgrim», de Rauschenberg, y obras de Cy Twombly o Cage. Y vuelve el diálogo América-Europa (Christo, Dubuffet, Klein...)
En España, otros pintores formados en París y las fotos de los sesenta con turistas. El compromiso político se diluye al calor del desarrollo económico, pero nace la crítica a EE.UU. En una sala irrepetible, Equipo Crónica, la serie de los dictadores de Arroyo y una pieza colectiva de Arroyo, Aillaud y Recalcati, «El asesinato de Marcel Duchamp», inefable, recuperada de los fondos. El museo rompe sus límites porque la historia y su interpretación no se detienen...
La codorniz, humor y arte
La crisis no limita (con) la imaginación. Y por ello hay que celebrar grandes incorporaciones, en forma de depósitos, donaciones y daciones, que vienen a completar un relato muy novedoso donde llama la atención que la revista «La Codorniz», refugio de grandes talentos, hijos del 27, haya anidado también en la historia del arte, aportando un humor que alumbró más allá de la posguerra.
Las primeras salas hablan de los campos de concentración, cuya visión marca los años cuarenta, con obras de Foutrier, Michaux... El graffiti marca una nueva manera de hollar el mundo. Se redescubre alguna artista como Josefa Toldrá, nunca antes expuesta en las salas.
Un paso adelante y entramos en la sala que comparte el intento de un arte fascista español, emparentado con el futurismo pero denostado por un régimen con ánimos más clasicistas. Siguen guiños a las ruinas de la posguerra y un vistazo al pictoricismo de Palencia, Sáenz de Tejada y el omnipresente Dalí, y después una incursión en su contrario —el incipiente arte antipictórico— y una inmersión en la primera imagen internacional de la España negra y anclada, en las fotos de Eugéne Smith y el legado Brassaï.
Justo detrás, llama a la puerta la vanguardia. El grupo Dau al set la reivindica (Klee, Kandinsky...) y vemos los primeros esfuerzos de Tàpies, Cuixart, Saura... desde un surrealismo enraizado en demonios kleenianos. También la escuela de Altamira, con el elemento primitivo, totémico. Son gente muy joven, que reacciona no tanto contra el franquismo rampante, sino contra aquel pictoricismo de los bodegones y las ruinas.
Ellos llevarán el arte español a una de sus tempranas victorias, en la Bienal de Venecia de 1958, que premió a Tàpies. Muchos de los oscuros cuadros que nos representaron allí comparten con otros la imponente sala: Saura, Feito, Canogar, Millares, Cuixart, Chirino. Muestran una España, más que negra, en blanco y negro. «Era lo que tocaba, pero estaba a la altura de lo que, a color, se hacía en el resto del mundo», según Borja-Villel.
Paralelamente, en otra sala menor, Palazuelo y Chillida se confrontan, ilustrando dos vetas místicas muy propias del arte español. Inmediatamente Oteiza abre otra línea del discurso, con su viaje a Sao Paulo y el reencuentro con el arte iberoamericano, que va a ser una de las grandes apuestas de futuro del Reina Sofía.
En este punto, el recorrido pide una cesura. Para ello se proyecta la película de Hitchcock «La ventana indiscreta». Sugiere un nuevo paradigma de la mirada, de la visión en los cincuenta. En dos sentidos, el que espía, que es la CIA; y por supuesto la cultura óptica, visual, como propaganda.
Y entonces se abre paso la gran pintura americana, en una sala impresionante, enriquecida con préstamos y depósitos (ante la crisis, Borja-Villel blande formas imaginativas de mejorar el museo). Llega la pintura del gesto, Franz Kline, Morris Louis, los campos de color, Motherwell, y un maravilloso Clyfford Still, junto a los Rothko, Sam Francis, Guerrero, Esteban Vicente, etc...
Mr. Marshall
Otra película, «Bienvenido Mr Marshall», ilustra la sala de «La Codorniz» y sus talentos, con Ramón a la cabeza. Del humor y Berlanga se pasa al neorrealismo. Y de ahí al compromiso político en la estampa popular, con nuevas adquisiciones donde lucen Pijoan o Ràfols.
Llegan los años sesenta y la entronización de la Escuela de Cuenca. En otra sala verdaderamente espectacular se contempla este hito de la pintura y cómo de ahí mana un nuevo conflicto entre la abstracción lírica (Zóbel) y nuevos rasgos de figuración (Saura, Tàpies). Contrapuestos a ellos, Millares, Arroyo y Greco dan luz a un nuevo empeño colectivo, gestual y caricaturesco. Y llega una figura bisagra: el chileno Matta. Junto a él, en sala aparte, Miró y Picasso acaban su obra, el grado cero de la pintura. Se acaba la clave Picasso (la grafía, el gesto) y llega la clave Duchamp (la impronta, el graffiti, el tiempo, los media). Importantes donaciones como «Pilgrim», de Rauschenberg, y obras de Cy Twombly o Cage. Y vuelve el diálogo América-Europa (Christo, Dubuffet, Klein...)
En España, otros pintores formados en París y las fotos de los sesenta con turistas. El compromiso político se diluye al calor del desarrollo económico, pero nace la crítica a EE.UU. En una sala irrepetible, Equipo Crónica, la serie de los dictadores de Arroyo y una pieza colectiva de Arroyo, Aillaud y Recalcati, «El asesinato de Marcel Duchamp», inefable, recuperada de los fondos. El museo rompe sus límites porque la historia y su interpretación no se detienen...
Jesús García Calero, El Reina Sofía rompe límites, ABC, 30 de septiembre de 2010