Furia de Goya

Se baja por una escalera de caracol en la Frick Collection hacia una pequeña sala llena de dibujos de Goya y se ha viajado de golpe del orden sereno del arte del pasado a una violenta contemporaneidad que ya es del todo la nuestra.

El jinete polaco (circa 1655), atribuido a Rembrandt (1606-1669), en la Frick Collection de Nueva York.-

Se baja por una escalera de caracol en la Frick Collection hacia una pequeña sala llena de dibujos de Goya y se ha viajado de golpe del orden sereno del arte del pasado a una violenta contemporaneidad que ya es del todo la nuestra. La Frick Collection es uno de los museos más civilizados del mundo, más gratos de visitar y de volver: todavía más en este tiempo, este noviembre en que el oro del sol en los días que amanecen muy limpios después de la lluvia resalta los colores en las grandes copas de los arces y los robles, al otro lado de la Quinta Avenida. En la mansión del millonario Frick, que hizo su fortuna con la explotación brutal de las minas de carbón, los hornos de acero y los ferrocarriles, uno entra como si se le hubiera permitido el acceso a una opulenta residencia privada. Y como está dirigida de una manera muy conservadora, cada regreso depara una confirmación de lo que uno ya conoce, y también una oportunidad de comprobar en qué medida sutil las obras de arte que más nos gustan y que hemos visto más veces están cambiando siempre, y actúan como un espejo que nos muestra los cambios en nuestra propia vida.

Estuve aquí por primera vez hace veinte años justos, guiado por el novelista José María Guelbenzu, quien me hizo descubrir un cuadro atribuido a Rembrandt que ya no se me quitó de la imaginación, El jinete polaco. Vuelvo a mirarlo, como tantas veces, y me sorprende de nuevo el acabado sumario de la figura del caballo, enjuto y musculoso, y la indiferencia casi cortesana con que el jinete, que al fin y al cabo está cabalgando por un paisaje de oscuridad y peligro, mira hacia el espectador. Y de nuevo, aunque aguzo las pupilas, no llego a distinguir la forma exacta de ese castillo o ruina que hay en el segundo plano, aunque esta vez observo algo que no recordaba haber visto antes: una hoguera, amarillenta y rojiza, uno de esos fuegos que pueden verse de noche desde muy lejos, y que quizás se refleja en el agua de un lago o de un río. Hace veinte años me quedé mirando ese cuadro y tuve la intuición de que iba a servirme para algo que no sabía lo que era. Viajaba por primera vez a Nueva York y luego a Chicago y el estado de sonambulismo inducido por el jetlag y por el deslumbramiento de esas dos ciudades contempladas de noche se mezclaba en mi imaginación con la cabalgata de aquel jinete que yo no sabía qué o a quién representaba. Las noches iluminadas de Nueva York y de Chicago se prolongaban en el viaje de regreso en la otra noche insomne sobre el Atlántico. Con el sueño cambiado iba después por Granada viendo los lugares conocidos bajo una luz de extrañeza y tanteaba la posibilidad de una escritura que no podría parecerse a la que había hecho hasta entonces, porque tenía que servirme para contar algo nuevo, todavía ignorado, algo que tuviera que ver con el otro mundo recién descubierto en aquel viaje y con la exploración de zonas muy sumergidas de mi propia memoria: algo recién descubierto con mis ojos y también reconocido, por tantos relatos que había escuchado, por tantos libros, cuadros, películas, poemas. Me volvía a la imaginación una estrofa de García Lorca que había memorizado en la adolescencia: "La aurora de Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas". Pensé escribir un libro que se titulara La aurora de Nueva York. Pensé otro título de otro libro sobre el que tampoco sabía nada más: El jinete sonámbulo.

Ay, esos libros que uno sueña, mucho mejores que cualquiera de los que llega a escribir, livianos, directos, un poco nebulosos, originales sin esfuerzo, fragmentarios como secuencias de poemas o anotaciones veloces y al mismo tiempo impelidos por una tersa dirección de flecha, confesionales sin narcisismo, con ironía pero sin autocomplacencia, con peripecias de vidas y con ráfagas de historias pero sin la premiosa carpintería de lo argumental, libros perseguidos y nunca alcanzados, con algo de Chatwin, algo de Sebald, algo de Pla, con Baudelaire y sus caminatas de fondo, con Pessoa y sus divagaciones por Lisboa, con Jan Morris en Trieste, con el dejarse llevar de Montaigne o de Stendhal.

Ahí sigue el cuadro, veinte años después, y también sigue el desafío. Y sólo un rato después, cuando me alejo de las salas de la colección permanente, con su orden apacible y sus profundas alfombras, y bajo por una escalera de caracol, encuentro los dibujos de Goya y comprendo que él fue el primer artista en atreverse a una forma radical de libertad que se parece mucho a la que cualquiera de nosotros busca a tientas, o intuye, y nunca o casi nunca logra. Después de una convalecencia que debió de ser como un regreso de los umbrales mismos de la muerte, aislado de los demás por la sordera y por la clara conciencia de la mortalidad, Goya empezó a dibujar con una furia secreta en cuadernos que llevaba siempre consigo y que ya lo acompañaron hasta su muerte. Muchos de aquellos dibujos los usó luego como base para sus series de grabados y para algunas pinturas. Pero muchos más no parece que tuvieran más destinatario que él mismo: observaciones como fotografías instantáneas, imágenes satíricas con una breve anotación al pie que subraya su sarcasmo, visiones de sueños, bocetos de seres humanos miserables, mendigos, brujas, dementes, borrachos, eremitas cadavéricos, monjas acosadas por fantasmas, prisioneros, reos sometidos a tortura, bultos negros con las bocas muy abiertas que parecen disciplinantes o frailes, condenados por la Inquisición, asnos con casacas y arrogancia de sabios.

Esas chatas figuras humanas, esas cabezas que forman multitudes en sombras, las aprendió Goya viendo grabados de Rembrandt; esas bóvedas de cárceles con rejas terribles vienen de Piranesi. Pero la rapidez de los bocetos, el modo en que la tinta araña con trazos gruesos la superficie del papel o se disuelve en el agua para lograr gradaciones prodigiosas de sombra, el descaro de las actitudes, la inmediatez física de la violencia o del trabajo, pertenecen ya al reino exclusivo de la libertad de Goya. Lo escrito en la mitad superior de una hoja de papel se tacha con un manchurrón de tinta y el resultado es la boca de una cueva en la que se refugian unos pescadores de caña: un trazo casi vertical, sin ningún detalle, es un pez que se retuerce atrapado en el anzuelo. Dos figuras grotescas saltan o vuelan por el aire con un regocijo de máscaras de carnaval, tocando castañuelas, y no sabemos si son hombres o mujeres, o apariciones, o brujos. Un hombre hercúleo salta a grandes zancadas por encima de un arroyo llevando en brazos a una mujer, y en las piernas desnudas, en la espalda muy ancha, está toda la tensión del esfuerzo físico: pero igual puede estar salvándola de un peligro que haberla raptado. Después de Goya casi todo parece decoración de interiores. El único sitio seguro para mostrar sus dibujos en la Frick Collection es el sótano.

The Spanish Manner: Drawings from Ribera to Goya. Frick Collection. Nueva York. Hasta el 9 de enero de 2011. www.frick.org www.antoniomuñozmolina.es

Antonio Muñoz Molina: Furia de Goya, EL PAÍS / Babelia, 13 de noviembre de 2010