Once
Eran once y, ¡atención!, no doce, porque entre ellos no había lugar para un Judas, nos advierte, en cierto momento, Pierre Michon (Cards, 1945), el autor francés de la novela titulada Los Once (Anagrama), que narra la historia del retrato colectivo del trágicamente célebre comité de los once comisarios jacobinos de la Sección de Picas, capitaneados por Robespierre, cuyo implacable celo purificador sembró el terror sanguinario de la época más feroz de la Revolución Francesa. Este cuadro, originalmente titulado El gran Comité del año II reunido en el pabellón de la Igualdad, fue encargado e inmediatamente pintado por François-Élie Corentin, un artista protegido por el jacobino David, hacia el 5 de enero de 1974 y supuestamente hoy puede contemplarse en un lugar preferente del Pabellón Flora del Museo del Louvre.
Evidentemente, el citado cuadro y su autor son una invención de Pierre Michon, que se recrea mezclando hechos y figuras reales con otros elementos de su propia invención romancesca, porque, como buen autor de ese género hoy tan mediocremente trivializado, el de la novela histórica, sabe que la mejor manera crítica de afrontar la realidad histórica archivada es interpretarla mediante la imaginación, aunque nunca haciendo de ella un uso arbitrario, sino como aguda pesquisa que rebusca, entre las entrañas de lo acaecido, la escurridiza verdad sepultada, lo que hay de inaudito en la memoria. Como no siempre es fácil el baile acompasado entre imaginación y memoria, Pierre Michon dispone un barroco juego de espejos, donde la luz cabrillea desvelando imágenes, pero sin que sepamos nunca a ciencia cierta cuál es la original y cuál un mero reflejo.
He aquí, por tanto, un cuadro imaginario pintado por un artista que nunca existió, aunque ambos tengan, sin embargo, modelos reales. No se detiene ahí la inventiva de Michon, porque traza la genealogía y hasta la bibliografía de estos entes de ficción. Resulta, apunta Michon, que el retrato colectivo ocupó un largo epígrafe en la muy real Historia de la Revolución Francesa, que Jules Michelet (1798-1874) escribió entre 1847 y 1853, el cual afirma además en dicho texto que él pudo ver otro supuesto cuadro de Théodore Géricault (1791-1824) relacionado con el anterior, titulado Corentin recibe en ventoso la orden de pintar a los Once, éste conservado en el Museo de Montargis. Podríamos, en fin, seguir tirando de los hilos de la enjundiosa fantasía de Michon con la glosa de otras mil anécdotas semejantes, pero es mejor que el lector se adentre por sí mismo en este apasionante relato y quede atrapado en su tela de araña.
De todas formas, aunque ya Aristóteles sentenció que el arte no busca la verdad, sino la verosimilitud, cabe preguntarse a qué viene este galimatías montado por Michon. Sea como sea, en ningún caso es gratuito, porque lo que trata de atrapar en su red es, ni más ni menos, la emoción fundamental del mundo contemporáneo: la del terror, esa aflicción que padecemos al comprobar, horrorizados, que los únicos dioses restantes somos nosotros mismos y, sobre todo, cuando en consecuencia nos comportamos como tales. De esta manera, el Judas que falta a nuestra cena sacrificial es el relator, que se queda fuera y cuya impar descripción hay que creer a pies juntillas.
He aquí, por tanto, un cuadro imaginario pintado por un artista que nunca existió, aunque ambos tengan, sin embargo, modelos reales. No se detiene ahí la inventiva de Michon, porque traza la genealogía y hasta la bibliografía de estos entes de ficción. Resulta, apunta Michon, que el retrato colectivo ocupó un largo epígrafe en la muy real Historia de la Revolución Francesa, que Jules Michelet (1798-1874) escribió entre 1847 y 1853, el cual afirma además en dicho texto que él pudo ver otro supuesto cuadro de Théodore Géricault (1791-1824) relacionado con el anterior, titulado Corentin recibe en ventoso la orden de pintar a los Once, éste conservado en el Museo de Montargis. Podríamos, en fin, seguir tirando de los hilos de la enjundiosa fantasía de Michon con la glosa de otras mil anécdotas semejantes, pero es mejor que el lector se adentre por sí mismo en este apasionante relato y quede atrapado en su tela de araña.
De todas formas, aunque ya Aristóteles sentenció que el arte no busca la verdad, sino la verosimilitud, cabe preguntarse a qué viene este galimatías montado por Michon. Sea como sea, en ningún caso es gratuito, porque lo que trata de atrapar en su red es, ni más ni menos, la emoción fundamental del mundo contemporáneo: la del terror, esa aflicción que padecemos al comprobar, horrorizados, que los únicos dioses restantes somos nosotros mismos y, sobre todo, cuando en consecuencia nos comportamos como tales. De esta manera, el Judas que falta a nuestra cena sacrificial es el relator, que se queda fuera y cuya impar descripción hay que creer a pies juntillas.
Francisco Calvo Serraller: Once, EL PAÍS / Babelia, 27 de noviembre de 2010