Por amor al Arte y al Dinero
Hijo de granjeros, Henry Clay Frick mostró una visión excepcional para el dinero y el arte. Llegó a multimillonario con 30 años y más de mil hornos de coque, y montó la Frick Collection, la colección privada más importante de EE UU y uno de los mejores museos de Nueva York, que cumple 75 años.
El 11 de diciembre de 1935, 700 representantes de la mejor sociedad neoyorquina participaban en la fiesta de apertura de la Frick Collection. Allí, entre lienzos de Vermeer y Velázquez, de Ingres y Veronese, paneles de Fragonard y esculturas de Clodion o Sansovino, se dieron cita los Astor, los Rockefeller, los Vanderbilt, los Guggenheim, los Carnegie, los Mellon… En el recuerdo de todos estaba Henry Clay Frick, fallecido en 1919, que había consagrado su fortuna a crear la más importante colección de arte privada de Estados Unidos. Henry Clay Frick había nacido el 19 de diciembre de 1849 en una pequeña población del condado de Westmoreland, cerca de Pittsburg (Pensilvania). Su padre era granjero. Su madre, la hija del propietario de una boyante destilería de whisky. A pesar de que se le daban bien los libros, Henry solo podía ir al colegio durante los meses de invierno: el resto del año tenía que ayudar en la granja. Entró a trabajar como dependiente al acabar sus estudios, y más adelante, en la destilería familiar. Allí empezó a dar muestras de una notable visión para los negocios. Muy pronto la factoría del abuelo fue ampliada, y el propio Henry se hizo con un capital que decidió invertir en la compra de 50 hornos de coque. Henry Clay sabía que la industria de hierro y acero de la zona estaba despegando a ritmo vertiginoso y en un futuro próximo se dispararía la demanda de coque, imprescindible para el proceso de fundición. No se equivocó: 10 años después, la Henry Clay Frick Coke Company contaba con más de mil hornos que proveían de combustible al 80% de las factorías de Pittsburg. Antes de los 30 años, Frick había ganado su primer millón de dólares. El hijo del granjero, el nieto del destilador, se había convertido en uno de los más prósperos hombres de negocios del Estado.
En el invierno de 1881, Henry se casó con Adelaida Howard Childs y compró en Pittsburg su primera gran casa: una mansión de 11 habitaciones por la que pagó 25.000 dólares. Sucesivas reformas convirtieron la mansión en un palacio de 35 estancias, cuyo exterior recordaba a un château francés. Allí nacieron los cuatro hijos del matrimonio, de los que solo sobrevivirían dos: Helen y Childs Clay Frick.
Su imponente residencia avivó en Frick el interés por la pintura. Siempre le había atraído el arte, pero no fue hasta entonces cuando empezó a hacer pequeñas adquisiciones con destino a las paredes de su mansión. En aquella época conoció al marchante de arte Ronald Knoedler, que le orientó en sus compras. Los viajes a Europa y las visitas a museos sirvieron para avivar el entusiasmo de Frick: no había podido estudiar arte, pero la posición económica que había alcanzado le permitía dar rienda suelta a su pasión por la pintura. Tiempo después reconocería que comprar cuadros le producía un placer superior al de cerrar buenos negocios.
En realidad, estaba haciendo ambas cosas: tras asociarse con el magnate del acero Andrew Carnegie, Frick fue nombrado presidente de la Carnegie Steel Company, que a principios de la década de los noventa daba trabajo a 30.000 hombres. Frick se había ganado la fama de patrón inflexible: en 1892, una huelga amenazó con paralizar su factoría de acero. Cuando supo que decenas de piquetes armados rodeaban la fábrica e impedían el acceso a las instalaciones de los trabajadores, Henry Clay contrató a 300 hombres de la agencia de detectives Pinkerton que, portando rifles Winchester, se enfrentaron a los huelguistas. Se produjo un feroz enfrentamiento en el que tuvo que intervenir el ejército. Las consecuencias fueron dramáticas: hubo nueve muertos y decenas de heridos, y Frick se ganó el título de "hombre más odiado de América". Pero su fábrica siguió funcionando, y él dijo que se había limitado a defender su negocio.
Unos días después, el anarquista Alexander Berkman consiguió colarse en las oficinas de la Carnegie Steel y descerrajó tres tiros sobre Frick para vengar la muerte de los nueve obreros. El industrial quedó malherido…, pero una semana después del atentado estaba otra vez tras su mesa de trabajo.
En 1899, Frick vendió a su socio su parte del negocio en la Carnegie Steel Company y reinvirtió los beneficios en otras compañías del sector. Fue en esa época cuando decidió dejar la muy provinciana Pittsburg para trasladarse a Nueva York. Los primeros rascacielos empezaban a reclamar un espacio entre las elegantes mansiones de Grammercy Park y Washington Square, y los millonarios paseaban por las calles conscientes de haber hallado su sitio en el nuevo centro del mundo. Y eso era lo que Frick deseaba: encontrar un lugar en la ciudad.
Frick ya se había ganado su reputación como coleccionista y a menudo recibía peticiones de críticos de arte para visitar su famosa pinacoteca, que incluía lienzos de Vermeer, Ingres o Rembrandt. ¿Era lógico que permaneciese en Pittsburg la que se estaba convirtiendo en una de las mejores colecciones privadas de América? Además, Frick era casi un neoyorquino. Visitaba la ciudad con frecuencia y era allí donde participaba en las misteriosas partidas de póquer que organizaba el multimillonario John W. Gates, y de las que también eran habituales otros magnates como J. P. Morgan, Joseph Leiter o su socio Carnegie. Aquellas partidas eran algo más que timbas de amigotes. Reunidos en la lujosa suite que Gates poseía en el Waldorf Astoria, los apostantes hablaban de negocios, establecían alianzas más o menos duraderas e intercambiaban información privilegiada sobre movimientos bursátiles.
Aparte de la afición por aquellas reuniones, Frick solo tenía dos debilidades: su familia, a la que adoraba, y el coleccionismo. Fue por eso que empezó a acariciar la idea de tener una casa en la que sus obras de arte pudiesen lucir como en un museo. En 1905, los Frick se trasladaron definitivamente a Nueva York, en un principio alquilados en la mansión que William H. Vanderbilt poseía en el 640 de la Quinta Avenida.
En el otoño de 1906, Frick supo que se vendía el edificio de la Biblioteca Lennox de la Quinta Avenida con la calle Setenta, que parecía perfecto para convertirse en el hogar que deseaba. Henry Clay pagó sin pestañear los 2.250.000 dólares que le pedían, a los que añadió otros 600.000 por un edificio contiguo. El magnate hubiese querido empezar de inmediato las obras de acondicionamiento, pero el contrato de compra estipulaba que la biblioteca no podría cerrar sus puertas hasta que se inaugurase la New York Public Librery. Frick no se impacientó: aquella moratoria le sería muy útil para diseñar la casa perfecta.
Henry Clay Frick decidió encargar la obra a Thomas Hastings, que diseñó un edificio en tres bloques, de líneas definidas y puras, vagamente inspirado en el Hotel du Chatelet y el Gran Trianon de Versalles. Si algo inclinó la balanza a favor de Hastings fue su interés por el diseño del interior de la casa, que concibió como una singular galería de arte.
Los autores del proyecto de decoración fueron Charles Stewart Castairs, de la empresa Knoedler, y el inglés sir Charles Caric Allom, que propuso a Frick crear una casa en la que las líneas decorativas se trazasen pensando en las piezas de la Colección Frick. Era exactamente lo que el magnate quería oír. En realidad, la cosa era un poco más complicada: Henry Clay Frick estaba tan obsesionado con su colección de pintura que nunca había mostrado interés por las artes decorativas. Frick estaba dispuesto a pagar una cantidad disparatada por un cuadro de la escuela flamenca, pero no entendía la necesidad de gastar una fortuna en una lámpara, una alfombra o un tapiz. Los que criticaban el interiorismo de sus otras residencias empezaron a augurar un futuro parecido para la mansión de la calle Setenta. Fue entonces cuando entró en escena Elsie de Wolfe.
Nacida en Nueva York en 1865, Elsie había iniciado su carrera como actriz antes de dedicarse a la decoración. Sus viajes por Europa, su agudo sentido de la observación y un buen gusto innato la habían convertido en un referente para los norteamericanos ricos que querían arreglar sus salones. Cuando escuchó que Frick estaba acondicionando su residencia, le escribió para ofrecerle sus servicios. En un primer momento, el magnate no contestó a la carta: tenía otras cosas de las que ocuparse.
La muerte de J. P. Morgan en 1913 supuso un punto de inflexión en la relación de Frick con el interiorismo. Morgan había reunido a lo largo de su vida una fabulosa colección de muebles y piezas decorativas que fueron expuestas en el Metropolitan durante varios meses. Al verlas allí, Henry Clay Frick empezó a mirarlas bajo una nueva luz: acababa de entender que también hay arte fuera de los lienzos. Se prometió a sí mismo que las mejores piezas de la exhibición irían a parar a su nueva residencia.
En los primeros meses de 1914, los Vanderbilt hicieron saber a Henry Clay que necesitaban disponer de su casa, pero las obras de decoración de la mansión Frick avanzaban con una lentitud exasperante. Llamados a capítulo, Allom y Castairs dijeron que era imposible ir más deprisa. Frick recordó la oferta de Elsie de Wolfe y le encargó el acondicionamiento de parte de los dormitorios, el vestidor y la biblioteca de la señora Frick. La interiorista se volcó con el proyecto, sobre todo porque Frick no puso límites en cuanto al dinero: solo el presupuesto para cortinajes superaba los 10.000 dólares.
Animado por Elsie, Frick fue implicándose en las tareas de decoración. En una visita a Inglaterra compró al duque de Devonshire un juego de gobelinos. A su paso por París, De Wolfe insistió en que viese la colección de muebles de sir John Murray Scott, que el marchante Jacques Seligman estaba intentando sacar a la venta. Frick compró varios conjuntos; entre ellos, una mesa de trabajo por la que pagó 40.000 dólares. En menos de un mes, Frick había gastado 400.000 dólares en mobiliario. Bajo la astuta mirada de Elsie de Wolfe, embarcaban rumbo a Nueva York figuras de la dinastía Qing, esmaltes del siglo XVIII, jarrones de cristal de Murano, un secreter que había pertenecido a María Antonieta, porcelanas de Delft y de Limoges o una lámpara de bronce fechada en el siglo XV. En 1914, el marchante Joseph Duveen negoció con los herederos de J. P. Morgan la compra de las mejores piezas de su colección. El gran triunfo de Duveen fue la adquisición de los paneles de Fragonard Les progrès de l?amour, que habían decorado el pabellón de música de Madame Du Barry. Frick pagó por ellos 1.250.000 dólares, cuatro veces más de lo que habían costado a su propietario 17 años antes. Entendió el gasto como una forma de victoria.
En la primavera de 1915, 10 años después de que se iniciaran las obras, la mansión Frick abrió sus puertas. Para inaugurarla se celebraron varias cenas a las que asistieron hombres de negocios, coleccionistas y críticos de arte, que no podían creer que en una residencia conviviesen un retrato de Felipe IV firmado por Velázquez, muebles que habían pertenecido a una reina decapitada, tapices de un aristócrata inglés, porcelanas chinas y bronces renacentistas. Durante días no se habló en Nueva York de nada que no fuese aquella casa, que la revista Architecture definió como "la más cara y suntuosa residencia privada de Estados Unidos". Aquellos que nunca habían soñado con traspasar las puertas de hierro forjado del jardín empezaron a imaginar el paraíso que les estaba vedado, sin sospechar que un buen día iba estar a su alcance.
Poco después de trasladarse a la casa, Frick se reunió con su familia para comunicar que tenía la intención de legar al público aquella mansión y las obras de arte que albergaba. El edificio y la colección estaban tasados por encima de los 100 millones de dólares. La noticia no cogió a nadie por sorpresa: años atrás, Frick había quedado fascinado al visitar en Londres la Colección Wallace, que los marqueses de Hertfordshire habían puesto a disposición del público tras su muerte. Las piezas artísticas reunidas por Frick nada tenían que envidiar a las que se exhibían en la mansión Wallace, y el edificio construido por Hastings podía considerarse incluso mejor concebido.
El rico amante de las artes no vivió mucho para disfrutar del universo que había creado. Murió en noviembre de 1919, menos de cinco años después de haberse trasladado a la casa de la calle Setenta. Al abrir su testamento se supo que el afán filantrópico de Frick había ido muy lejos: dejaba generosas cantidades de dinero a distintas instituciones benéficas de Nueva York, Pittsburg, Princeton y Cambridge. Legó a su ciudad natal una enorme extensión de terreno para levantar un parque y se acordó de numerosas asociaciones caritativas. Si la fortuna de Henry Clay Frick ascendía a 150 millones de dólares, se calculó que casi 120 se convirtieron en legado público. El New York Times dijo que se trataba del más generoso testamento dejado por un particular. Algunas firmas de abogados de Wall Street debieron frotarse las manos: era imposible que los herederos de Frick aceptasen sus últimas voluntades sin tratar de impugnarlas. Pero no hubo el menor intento de contravenir la voluntad paterna por parte de Helen y Childs Clay Frick.
Frick había hecho bien las cosas. Su viuda, Adelaida, podría residir hasta su muerte en la casa familiar, y mientras ella viviese no se iniciaría ninguna obra para convertirla en casa museo. Para gestionar su colección, dispuso un patronato de primera fila: además de su mujer y sus dos hijos, de él formaban parte John D. Rockefeller, Horace Havermeyer, Andrew Mellon o Junius Morgan. Cada uno de ellos sería retribuido con la cantidad de 50.000 dólares anuales. Quince millones de dólares estaban consignados para mantener el museo y hacer adquisiciones.
Childs Clay Frick se limitó a aceptar su papel como patrono, pero Helen quería algo más. Tenía con su padre una estrecha relación y, a diferencia de él, había crecido rodeada de cosas hermosas, visitando museos y escuchando a expertos en arte. Quizá por eso quiso hacer su particular aportación al sueño paterno: construiría una biblioteca especializada en temas artísticos que pudiese convertirse en una oportunidad de investigar para los estudiantes de arte: La Frick Art Reference Library. Además de miles de volúmenes especializados, tendría un archivo fotográfico para documentar fondos pictóricos de colecciones privadas en Europa y Estados Unidos.
Adelaida Frick murió en octubre de 1931. Solo un mes más tarde se iniciaba el camino para la apertura al público de la Colección Frick. Hubo que hacer obras de acondicionamiento, que se encargaron al arquitecto John Russell Pope. De él fue la idea de instalar un jardín interior con un gran estanque, que se ha convertido en una de las señas de identidad del edificio. Cuando, el 11 de diciembre de 1935, la Frick Collection abría sus puertas, el crítico Alfred Frankfurter escribió que era difícil hacerse una idea de cómo una hermosa residencia se había transformado "en el más eficiente de los museos".
Setenta y cinco años después, la Colección Frick está considerada como uno de los mejores museos de Nueva York y recibe anualmente la visita de 300.000 personas. Existe un amplio programa de actividades, conferencias y conciertos, especialmente brillantes durante este año de conmemoración. El plato fuerte del 75º aniversario es una muestra de dibujos de maestros españoles, De Ribera a Goya. A Henry Clay Frick le hubiese gustado.
Marta Rivera de la Cruz, Por amor al Arte y al Dinero, EL PAÍS, 14 de noviembre de 2010