Miró, con los pies en la tierra

En la tierra, desde la relación telúrica con la tierra y el fuego, como si con sus obras hubiese penetrado en ella, o al revés, pintándola desde fuera, sobre su superficie, saltando en ocasiones, incluso desde el aire, desde los cielos, pero también desde dentro, modelándola, quemándose con ella, tropezando con sus accidentes y piedras, arenas y surcos, incluso cuando la tierra se hace historia, antropología o simplemente país y no sólo naturaleza o paisaje, que también. Así creaba metafóricamente sus obras Joan Miró (1893-1983), al menos muchas de ellas, casi como si un hilo rojo hubiese recorrido su larga y fascinante producción, poética y misteriosa, que a veces subía al horizonte de lo aéreo y otras se extraviaba en las aguas de marítimos cielos cruzados de estrellas y del arcoiris, con azules propios de los sueños y de la experiencia, entre constelaciones musicales, vacíos y ruidos sordos propios del desmoronarse de los terrones de tierra y de las piedras al pasar y pisar sobre ellas: destrucción que, sin duda, es también en Miró sinónimo de construcción, de fecundidad.

Temática recurrente. Es cierto que esa relación con la tierra, entendida como Naturaleza o Historia, como lugar originario o primigenio, ancestral o simplemente local, pegado al paisaje y al color, trabajada o salvaje, cultivada o abandonada, en forma de desnudo y vacío desierto o de ámbito de plantas y árboles, de sus luces y sombras, ha sido un tema reiteradamente mencionado no sólo en los grandes estudios sobre Miró, sino también por el propio artista. Pero lo excepcional de esta exposición es el renovado y fascinante intento de aislar esa clave de lectura recorriendo su producción desde 1918 hasta el final de su vida.

Desde esta perspectiva, y sus múltiples acepciones, usos y posibilidades expresivas del tema deja de ser sólo una característica icónica o realista de algunos períodos concretos de la obra del pintor para convertirse en una especie de argumento que parece constantemente renovado, insinuado, instrumentalizado a lo largo de toda su fecunda trayectoria, como una especie de suelo poético e histórico desde el que Miró lanzaba y relanzaba su propia obra y que afectaba no sólo a las figuras y signos, a las materias, soportes o colores, sino a su misma concepción de la obra de arte, de la pintura como disciplina, tan cambiante como sus obsesiones más íntimas, aquéllas que con frecuencia coincidieron con el sucederse de diferentes movimientos y tendencias artísticas del siglo XX, del dadaísmo al surrealismo y al arte objetual, del primitivismo originario, mágico y sagrado, a la abstracción, aunque éste fuera un territorio más bien de recepción de la obra de Miró por parte del informalismo y del expresionismos abstracto norteamericano, y no tanto un camino que quisiera abrir.

Planteado de esta forma el argumento, aislado como clave hermeneútica, permite, al seguir la producción mironiana, constituir no sólo una excusa temática riquísima y sorprendente en formulaciones, significados y variaciones, sino casi constituir una suerte de antología de su obra. Y esa es la propuesta que en esta extraordinaria exposición, con casi setenta obras fundamentales y de primer nivel, plantea su comisario. Cuidadosamente elegidas, las que ilustran el argumento de la muestra proceden de las más importantes colecciones extranjeras y nacionales, en un rastreo conceptual e historiográfico excepcional. Gracias a ese brillante esfuerzo, las piezas recorren no sólo una trayectoria, sino que iluminan su manera de concebir y pensar la experiencia del arte, su forma de expresar convicciones y emociones, conceptos y sentimientos, su manera de trabajar, incluidos sus saltos de la pintura y de la antipintura al dibujo, del grabado a los objetos encontrados, de la escultura, la cerámica -en feliz colaboración con Josep Llorens Artigas- o a los trabajos textiles con tapicerías que pretenden tejer el mundo, la tierra, no sólo representarlos, como ocurre con su magnífica serie titulada Sobreteixim, de inicios de los años setenta.

En un mundo nuevo. Llorens ha articulado su propuesta en siete capítulos-apartados de resonancias históricas, poéticas e íntimamente biográficas que le permiten una narración cultural y artística que, si es cómplice de la cronología y de lo histórico, lo es también del mundo personal de Miró, de sus luchas y refugios, de sus diferentes tierras, de las de Mont-roig, en Tarragona, y donde se encontraba la masía de sus padres -lugar de refugio y serenidad, de soledad, retorno y confianza, de maneras ancestrales de estar y ser en la tierra, en las raíces, incluso catalanas, casi sinónimo de patria, pero no siempre, como el propio Miró llegará a afirmar considerando esas raíces también patria de sí mismo- a las de Palma de Mallorca, especialmente en los años cincuenta, coincidiendo con la construcción de su casa-estudio en Son Abrines, por su amigo Josep Lluis Sert, pasando por Barcelona y, sobre todo, París, que tan fundamental habría de ser en su trayectoria durante los años veinte y treinta en contacto con el Surrealismo, antes de que las guerras, todas las guerras, le obligaran a buscar refugio entre el fuego y la tierra, iluminados por sus vacías Constelaciones (1940-1941), sin olvidar su propuesta de entendimiento con la tierra y el paisaje llevada a cabo para su amigo Aimé Maeght en el Laberinto de la Fondation Maeght de Saint-Paul de Vence.

Fuertes resonancias. Los siete apartados llevan títulos de fuertes resonancias, a veces biográficas, otras poéticas, matéricas o temáticas, cruzando todas las formas de expresión y las maneras de hacer que la tierra y sus significados permiten, de Mont-roig, el lugar por excelencia de la caligrafía detallista, icónica, en la superficie de lo real y de lo cultural, de lo íntimo y del recuerdo, con obras tan importantes como La Masovera (1923) o Huerto con asno (1918), a las Transparencias animadas de los años veinte, paisajes ahora de lo mítico, que incluyen pinturas tan extraordinarias como Tierra labrada (1924) o Paisaje catalán (El cazador) (1924), o tan lineales que en su sutileza parecen cuadros no pintados, vacíos y aéreos, desérticos o marítimos, soleados o fríos, como en Cabeza de campesino catalán (1924), La ermita (1924) o en el inquietante Estrellas en sexos de caracol (1925).

Después de estos fecundos años, se abre el siguiente capítulo, «Paisajes del origen», con obras monumentales como la célebre Paisaje (La liebre), de 1927, o Paisaje con gallo, y con una escalera tan frágil en sus líneas dibujadas que parece pensada para que los dioses bajen por fin a la tierra dorada en la que se apoya. «Polimorfismos» y «Figuras plutónicas» son los títulos de los dos apartados siguientes, que recogen obras clave de los convulsos años treinta, llenos de materia, objetos, ensamblajes, collages, esculturas, cerámicas, lienzos quemados, antipinturas, arenas y otros signos telúricos, para culminar en los dos apartados finales, que miden la importancia fecunda del arte de Miró, las consecuencias públicas de sus semillas, de su trabajo de hortelano, de campesino de las artes, y titulados significativamente «El retorno» y «Ciclos», como quien vuelve a empezar, regresando míticamente sobre sí mismo, contemplándose en toda su capacidad creativa. La exposición es un regalo, así como el catálogo, con un brillante ensayo de Llorens, intenso como las obras que iluminan la tierra de Miró.

Delfín Rodríguez, Miró, con los pies en la tierra, ABCD Las Arte y Las Letras, nº 858, 12 de julio de 2008