Miró. De memoria

Viendo la exposición Miró: Tierra, en el Museo Thyssen, recordé mi inolvidable encuentro con el gran maestro catalán en junio de 1981. Fui a Barcelona a entrevistarlo en relación con la exposición Miró and America que yo estaba organizando para el Museo de Bellas Artes de Houston. Opté por ese tema porque creía que, de los maestros contemporáneos, Miró era el que más había influido en el arte estadounidense. Claramente, Picasso era el héroe de De Kooning, pero cuanto más profundizaba en el material histórico, más me convencía de que Miró había influido de manera más duradera y decisiva en Norteamérica, porque su obra era mucho más radical y experimental. Pollock, Newman y Rothko, por nombrar sólo a los más conocidos, no habrían podido alcanzar sus estilos de madurez sin el ejemplo de Miró. Y la pintura del «campo de color» abanderada por Clement Greenberg tampoco habría sido posible. De hecho, es significativo que la única monografía escrita por éste tratase sobre Miró.

El gran gigante. De modo que viajé a Barcelona, donde tenía una cita con Miró, que muy raramente se trasladaba allí desde Mallorca para hacer grabados. Para mí, Miró era el gran gigante y el mayor innovador del arte moderno. El poder conocer al artista que tanto admiraba me parecía increíble. Miró y su esposa Pilar, de la que, por lo visto, era inseparable, se hospedaban en un cómodo pero nada ostentoso hotel de clase media cercano al estudio donde el artista hacía sus litografías. Cuando llegué a la galería Maeght, Miró había cambiado su típico uniforme de burgués conservador por una bata de laboratorio blanca. Parecía más un cirujano, o quizá un sacerdote, que un artista. Sus instrumentos estaban pulcramente ordenados -la espátula brillaba como un escalpelo- y estaba totalmente absorbido, en apariencia ajeno a todo lo que no fuese la litografía que estaba preparando. Trabajaba con rapidez, como si estuviera en trance, pero se paraba a mirar y a pensar después de hacer una marca. Me asombró ver que trabajaba directamente con las manos, extendiendo la oscura tinta sobre la plancha de metal con los dedos, igual que un niño. Ahora, en el contexto de la actual exposición que documenta su relación con la tierra, la relación directa que mantenía con los materiales parece un paralelismo deliberado de la vinculación de los campesinos que él amaba con su tierra.

Sin interés. Satisfecho con la prueba del grabado, se lavó, se quitó la bata -como un cirujano después de la operación- y me invitó a comer pescado en un discreto restaurante en el que él y su esposa almorzaban a diario siempre que estaban en Barcelona. La clientela obrera ignoraba que uno de los grandes pintores del siglo XX comía en la mesa de al lado. Le pregunté cómo había podido volver de París a España durante la guerra y me respondió que porque nadie se interesaba por él. Dos años después de que ésta terminase, su marchante de Nueva York, Pierre Matisse, lo convenció de que visitara Estados Unidos. A Miró le encantó, porque pensaba que en realidad, en París, a nadie le gustaban sus cuadros.

Miró amaba Estados Unidos y Estados Unidos amaba a Miró. El Museum of Modern Art ya había expuesto varias retrospectivas suyas y era propietario de algunas de sus mejores obras. En Nueva York caminaba por la calle con su amigo Alexander Calder y le encantaba la expresión de la gente cuando veía el cuerpo gigantesco de Calder en contraste con su minúsculo tamaño. Calder lo llevaba a bailar a Harlem. Conoció a Jackson Pollock en el Atelier 17 del grabador Stanley William Hayter, donde ambos trabajaban. Se saludaban, pero no podían conversar, ya que Pollock no hablaba español y el inglés de Miró era malo. Dado que Pollock sostenía que sólo admiraba a dos pintores europeos -Picasso y Miró- podemos imaginar lo importante que fue para él ver trabajar a éste.

Luchar por la libertad. Cuando pregunté a Miró si el surrealismo había influido en él, me contestó que realmente no era surrealista, y que un español no necesita ser surrealista, porque ya es irracional. Me dijo que, cuando era joven, le habían prohibido hacer arte y lo habían metido en un despacho para que se hiciera contable. Este encierro le enseñó que siempre hay que luchar para ser libre. Dijo que cuanto más se lucha, cuanto mayor es el obstáculo, más libre y fuerte se hace uno al superarlo. «La creatividad es normal, pero la libertad es una lucha», fue su conclusión.

Su amigo íntimo y biógrafo, el poeta Jacques Dupin, me comentaba que Miró nunca se había visto rodeado por escándalos o cotilleos como las monstruosas historias que corrían sobre Picasso. Le pregunté a Miró qué pensaba de los dibujos pornográficos de Picasso. Me respondió: «El amor es para los dioses, la pornografía para los cerdos. Eros es sagrado. Si yo represento el sexo, es en el sentido religioso, como los hindúes». Más tarde escribí un artículo sobre Miró para Vanity Fair. Tina Brown, entonces directora, me llamó para decirme que tenía que encontrar algo estimulante y sensacional que decir sobre el artista. Pensé mucho tiempo. Cuando averigüé que en la década de 1930 había pintado con sus heces ella se puso muy contenta.

Cuando lo conocí, Miró se centraba ya en el arte público. Sentía que el artista podía expresar sus creencias políticas haciendo obras para todos. Decía estar cansado de que sus cuadros se usaran como billetes de banco. La razón de mi exposición de Houston fue el encargo de una monumental escultura pública, Personnage et Oiseaux. Cuando le pregunté por qué había escogido este tema, explicó que «un ser humano es como un árbol, plantado en la tierra. Los pájaros vuelan en el espacio; pueden llevarnos lejos, alzarnos del suelo hacia cosas más elevadas, al mundo de la fantasía y de la imaginación que no está ligado a la tierra». Hoy, esa obra es el monumento más querido de la ciudad, entre los enormes rascacielos del centro, muy lejos de los campos labrados de Montroig.

Barbara Rose, De memoria, ABCD Las Artes y Las Letras, nº 858, 12 de julio de 2008